Por P. Fernando Pascual
En diversos Diálogos, Platón presenta la ignorancia como uno de los mayores males que puede dañar al ser humano; por ejemplo, en el Sofista (229c), y en el Timeo (86bc).
Por su parte, Aristóteles indicó, en su famosa Metafísica, que la filosofía buscaba, entre otras cosas, huir de la ignorancia.
Santo Tomás recogió esta idea y llegó a decir que evitar la ignorancia sería uno de los contenidos de la ley natural (cf. Suma de teología I-II, q. 94, a. 2).
Estos autores, como tantos otros a lo largo de los siglos, han defendido seriamente que los seres humanos debemos huir de la ignorancia, vista como algo dañino.
¿Por qué sería dañina la ignorancia? Porque nos impide conocer la realidad, porque oscurece la claridad necesaria para tomar buenas decisiones, porque desorienta nuestra mente por caminos erróneos.
Para huir de la ignorancia, contamos con diversas ayudas. Tenemos la experiencia, que nos lleva a “toparnos” con los hechos, los cuales destruyen prejuicios y errores.
Tenemos, además, investigaciones científicas bien llevadas, que permiten acceder a datos y explicaciones que nos acercan a una mejor comprensión del mundo en el que vivimos.
Tenemos, no podemos olvidarlo, a la filosofía. Es cierto que los filósofos han ofrecido afirmaciones contradictorias y, en no pocas ocasiones, se han equivocado. Pero un buen filósofo ofrece métodos y contenidos que ayudan a encontrar lo que sea esencial en la vida humana.
Todos podemos huir de la ignorancia. Basta con tener una mente abierta, que reconoce no haber alcanzado muchas verdades. Una mente, además, humilde, que no tiene miedo a decir que no sabe lo que no sabe, o que incluso reconoce que estaba equivocada en esto o en lo otro.
Con esa mente abierta, y con un esfuerzo sincero por evaluar bien cualquier afirmación (dato, noticia, comentario) que llegue a mi mente, podré apartarme cada día un poco de la ignorancia, y avanzar hacia verdades que me permitan progresar en ese maravilloso camino de la aventura humana.
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