Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

La Biblia es un libro para inteligentes. Para gente que usa la razón. Aunque también, no precisamente para intelectuales, porque una cosa es poseer la razón y otra usarla correctamente. Sin presunciones. El que carece de inteligencia, que la pida a Dios y Dios se la dará. El que rehúsa el conocimiento y el uso de la razón, permanecerá en su ignorancia y terminará en la necedad, pues “castigo del necio es su propia necedad”, dice el libro de los Proverbios. Dios no quiere así a ninguno de sus hijos.

Porque –hay que saberlo–, Dios escribió dos libros, el primero de ellos es el de la Creación. Dios hizo todas las cosas con sabiduría y amor y las constelaciones son el alfabeto para deletrear su nombre y entonar la alabanza que merece; y para mostrarnos su amor nos dio el conocimiento y la capacidad de dialogar con él. El hombre no supo, ni sabe ahora, leer el proyecto salvador de Dios en la creación. Por eso prefiere llamarla “naturaleza”, y no “creación”. En la creación permanecen frescas las huellas de la mano que la plasmó. El hombre ha intentado borrarlas. Ante tal insensatez, Dios se manifestó, en un nuevo intento de diálogo, con “obras y palabras”: obras maravillosas salvadoras y palabras llenas de sabiduría. Esto lo hizo en un segundo libro, la Biblia.

Ahora constatamos que ninguno de estos dos libros ha sido capaz de ubicarnos correctamente en el universo. Tanto la necedad como la ignorancia son frutos amargos del pecado de los orígenes que heredamos. El remedio divino nos viene del Espíritu Santo que nos regala sus dones, cuatro de siete, para superar la ignorancia que nos envuelve en lo que se refiere a Dios. Son los dones de sabiduría, de inteligencia, de ciencia y de consejo, que recibimos en la Confirmación.

Esto lo confirma el Evangelio: Jesús, habiendo predicado para todos, fueron los “sabios y entendidos” quieres lo rechazaron. Jesús recibió el recado del Padre de dedicarse a la gente “sencilla”. A éstos dio sabiduría para comprender los misterios del Reino. Esto lo dijo Jesús lleno de gozo, motivo de escándalo para muchos de ayer y de hoy.  Hay también gente inteligente que se hizo “sencilla”, como la filósofa judía Edith Stein, que se convirtió a la fe católica y abrazada a la Cruz de Cristo, entregó la vida por sus hermanos. La Iglesia la honra como Santa y Doctora.

Esto fue ejemplo y doctrina corriente en la Iglesia desde sus inicios. Uno de los grandes Padres de la Iglesia, san Clemente de Alejandría, dedicó su predicación a los “intelectuales” de su tiempo, los filósofos, invitándolos a usar la razón para descubrir la “verdadera filosofía”. Su apelación a la “racionalidad” del ser humano era constante. Somos “animales racionales” precisamente para razonar.  Cristo, les recordaba, es llamado “Logos”, que significa palabra sabia o discurso racional. Él es la Razón de todas las cosas y todas subsisten en él. Muchos, decía, al usar la razón, temen perder la fe. Pero una fe que desprecia la razón no puede ser auténtica. Por lo general degenera en superstición y extremismos místicos idolátricos.

Saber usar la razón para clarificar nuestra fe es deber de todo católico consciente del don recibido en el bautismo. “La verdad es invencible, las falsas opiniones son las que se pierden.

¡Y qué bueno que se pierdan!”, decía san Clemente.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 7 de julio de 2024 No. 1513

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