Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

Cuando el Papa Francisco visitó nuestra patria (febrero de 2016), en su discurso programático a los obispos pidió un “serio y cualificado proyecto pastoral”, para responder y buscar soluciones a los numerosos y complejos desafíos que enfrenta la iglesia en México. Esto tendrá que realizarse dentro del marco de la posmodernidad, en la que todos nos encontramos inmersos. La globalización nos apremia a todos y más a la iglesia católica que, por definición y entraña, es universal.

El Papa nos pidió que fuéramos “deuteronómicos”, palabra rarísima dentro del vocabulario común, aunque no así para quienes tienen un mediano conocimiento bíblico. El término proviene del nombre de un libro bíblico, el Deuteronomio, que significa “segunda Ley”, la Ley de Moisés dada a Israel, pero “revisada” y actualizada. Porque Moisés dejó al pueblo de Israel a las puertas de la tierra prometida, como en un remanso, pero no entró. Fue Josué quien reorganizó las tribus y el reparto de tierras.

Con la monarquía vino el progreso y la perversión del corazón. Los reyes llevaron al fracaso total a Israel: al destierro. Se quedaron sin tierra, sin templo, sin jefes, sin leyes, sin profetas, sin culto como castigo por su idolatría. La maldad cundió desde la coronilla de la cabeza hasta la planta de los pies. Los dirigentes del pueblo se pusieron a revisar su pasado, su historia, el porqué de su fracaso, y encontraron que la maldad estaba por doquiera, pero que su fuente estaba en su “perverso corazón”. La conversión que pide Dios comienza con el reconocimiento del pecado personal y comunitario: Somos como un trapo sucio ante Ti, Señor, confesaba Israel penitente.

Pero, ¿podremos volver a Dios con un corazón pervertido? ¿Lo aceptará el Señor? No. Entonces ¿qué hacer? Habrá que “convertir” el corazón, esto es, dar vuelta en U, y comenzar de nuevo. Habrá que rehacer el corazón. Comenzar por machacar el corazón de piedra, triturarlo con la penitencia y la oración, y pedir al Señor la gracia de un “corazón nuevo”. Nuevamente, ¿quién puede rehacer el corazón? Sólo quien lo conoce lo puede rehacer. Se necesita nada menos que todo el poder creador de Dios: “Crea en mí, Señor, un corazón nuevo”, rezaba un pecador; y, para eso, como lo hizo al inicio de la creación del mundo, continuaba: “envía, Señor, sobre nosotros tu santo Espíritu”. Sólo el Espíritu Santo tiene poder para convertir al pecador, rehacer su corazón y “renovar la faz de la tierra”.

Este es el itinerario espiritual que propone el libro del Deuteronomio. Sólo así podrá Israel regresar a su tierra y evitar que se repita el cautiverio sufrido. La conversión es un largo proceso de maduración, de ensayo y error, pero marcado por la sinceridad en el esfuerzo y la dádiva divina. No excluye las caídas, pero Él es capaz de sacar el bien de los males, incluso de los mismos pecados. Cuando el Papa nos pide ser “deuteronómicos”, nos está pidiendo una verdadera “revolución de las conciencias”, de allí de donde el alma se encuentra cara a cara con Dios, sin máscaras; de allí donde el hombre confronta la imagen divina que recibió, con su Original. Este es el verdadero tribunal y juicio de Dios.

Convertirse, pues, significa rehacer la imagen divina en nosotros y honrarla en los hermanos. Se trata de una revolución moral, cultural, social y espiritual la que pide el Papa a la iglesia en México. Sus pastores, los obispos, la han tomado en serio, cuando nos dicen: “no se trata de un proceso intimista”, sino de “una mutación contundente de nuestra forma de entender la evangelización, y exige una serie de cambios profundos en nuestra mentalidad, en nuestras actitudes y acciones pastorales”. Ahora también se llama: “conversión sinodal”. Puede interesarle.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 25 de diciembre de 2022 No. 1433

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