Por Jaime Septién

“Cuando el hombre rechaza la verdad, enferma», decía en uno de sus cursos el gran Romano Guardini. Este rechazo no se da cuando el hombre comete un error, cuando miente, cuando engaña, «sino cuando dirige su vida a destruir la verdad». Más que una enfermedad física (que, a la larga, seguro se produce) Guardini habla de una enfermedad espiritual.

Creo, sin temor a equivocarme, que el malestar de nuestro tiempo tiene que ver con este rechazo, quizá con la indiferencia ante la verdad. Indiferencia que se traduce en una especie de repulsión al bien. La moda actual es destructiva, las canciones destilan odio, el cine, la televisión, las redes sociales, deshumanizan objetivando el cuerpo, sustrayendo el alma, corrompiendo la belleza de la entrega.

Todos hemos escuchado –en una de esas hasta la hemos pronunciado—la frase «yo no quiero (¡líbreme Dios!) ser un santo». Es una frase con jiribilla. Con veneno. En el fondo, lo que estamos eludiendo con esa cantaleta es el compromiso con la creación, con el otro, con la vida misma. Escurriendo el bulto, especialmente frente a Cristo, construimos un Yo al que le rendimos tributo, lo consentimos, la alzamos un altar.

Estamos enfermos espiritualmente de exceso de ego y defecto de amor por la verdad. La «verdad verdadera» es la felicidad de los demás y la perfección para mí, tal y como quería Kant. La verdad es la exigencia del bien común tanto como el respeto a la sacralidad del otro. Y su fuente es la oración.

TEMA DE LA SEMANA: CUANDO HAY QUE ORAR POR LOS HIJOS

Publicado en la edición impresa de El Observador del 25 de agosto de 2019 No.1259

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