Por P. Fernando Pascual
El etiquetismo ideológico trabaja por conseguir, entre otros objetivos, el desprestigio sistemático de unos y el enaltecimiento reiterado de otros.
Esto ocurre cuando, por ejemplo, son criticados de modo indiscriminado los que pertenecen a un partido político, y son alabados sin matices los que son de otro partido diferente.
O cuando una serie de grupos sociales reciben la etiqueta de buenos, mientras otros grupos sociales son declarados malos, sin fijarse en los comportamientos de unos o de otros: basta con estar en una categoría para recibir la etiqueta correspondiente.
Este modo de actuar, a veces incluso presentado como libre de ideologías, es el resultado de un prejuicio claramente ideológico, que pone etiquetas según ciertos parámetros y que descarta cualquier valoración sobre otros aspectos de las personas y los grupos.
La fuerza del etiquetismo ideológico consiste en la simplificación maniquea de la realidad: es fácil analizarlo todo cuando se distingue de modo nítido entre buenos y malos, sin dejar espacio a matices que son necesarios si queremos lograr juicios bien elaborados.
Pero en eso mismo radica su debilidad. Las personas y los grupos no pueden quedar disecados con dos o tres parámetros que los conviertan absolutamente en buenos o malos. Una realidad humana suele ser compleja, y en la misma conviven aspectos positivos y aspectos negativos.
Por eso, todo esfuerzo por superar el etiquetismo ideológico promueve el pensamiento reflexivo y los análisis ponderados, evita las conclusiones apresuradas, y garantiza un mayor acercamiento a la verdad desde la justicia.
En un mundo donde algunos medios informativos (o pseudoinformativos), blogs, personas concretas y promotores de la opinión pública sucumben a las simplificaciones arbitrarias y maniqueas, vale la pena trabajar por modos de ver los fenómenos humanos con más apertura de mente y de corazón.
Así no solo se evitará el maniqueísmo malsano típico del etiquetismo ideológico, sino que se alcanzará esa sana disciplina mental que reconoce la complejidad de todo lo humano, y la existencia de una mezcla, muchas veces casi misteriosa, entre lo malo y lo bueno en las personas y los grupos.