Por Jaime Septién
Debo a un escritor no-católico la referencia a una frase de otro autor no-católico (Octavio Paz) que aparece en la Advertencia que hace a la primera edición de El Arco y la Lira (agosto de 1955): «Los grandes libros –quiero decir, los libros necesarios—son aquellos que logran responder a las preguntas que, oscuramente y sin formularlas del todo, se hace el resto de los hombres».
No hay otro libro capaz de cumplir a plenitud esta «advertencia» de Paz que la Biblia. Y dentro de la Biblia, los Evangelios. La meta de los evangelistas es sencilla: reproducir los dichos y las actividades de Jesús y dar a las nacientes comunidades cristianas las claves de su mensaje, la actitud que deben tomar ante el dinero, el poder, la religión legalista y, como dicen Schokel y Mateos en Primera Lectura de la Biblia, «las consecuencias de persecución que deben esperarse y la indefectible (que no puede faltar) esperanza que él abre».
El poderoso influjo que han ejercido los Evangelios en el universo cristiano (y en el no-cristiano) es consecuencia de su capacidad de seguir dando respuestas tanto a los de entonces como a los de ahora, tanto a los que buscan sin querer encontrar como a los que encuentran sin haber buscado. Con otra «advertencia»: las respuestas de Jesús nos cambian. Por eso los Evangelios son tan «peligrosos». Indican por dónde andar entre espinas, cuando a muchos –sobre todo hoy- nos gustaría andar sobre alfombras llenas de pétalos.
TEMA DE LA SEMANA: LOS EVANGELIOS, ¿PARA QUÉ NOS SIRVEN?
Publicado en la edición impresa de El Observador del 22 de septiembre de 2019 No.1263