Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
«No cocerás el cabrito en la leche de su madre». (Éxodo 23,19)
La reciente «despenalización» del aborto en el estado de Oaxaca fue recibida con bombo y platillo por sus promotores y lectores de noticias, comentaristas, analistas y similares.
Fue un jolgorio para festejar el progreso y la modernidad. Los llamados grupos pro-vida han reaccionado con manifestaciones masivas, publicitadas en los medios en tono menor.
Estas visiones se entrecruzan con acusaciones varias. Los grupos pro-vida son tachados de mochos, moralistas y enemigos de la mujer por negarle la libertad en el manejo de su cuerpo. A los grupos abortistas se atribuyen apoyos económicos cuantiosos, protección de organismos extranjeros, de instituciones oficiales y de reinventar un lenguaje encubridor de asunto de importancia vital.
El católico medianamente ilustrado suele coincidir con las enseñanzas de su santa madre la Iglesia. Aquí sólo queremos reflexionar sobre un dato elemental, y es éste: Que la Iglesia condena el aborto porque es un crimen, y no es un crimen porque lo diga la Iglesia. Aunque también lo dice, por supuesto. El acto criminal punible es anterior al rechazo de la Iglesia. La Iglesia defiende al inocente del abuso del poder, porque es su deber. En la Iglesia la moral –su deber- viene después de la gracia, después del don recibido. En este caso, del don de la vida. La moral en la Iglesia es segunda, no secundaria. Suelen olvidarlo o ignorarlo quienes lo nieguen. Los «moralistas» actuales son quienes desconocen el don, y a su Dador, y se autonombran legisladores supremos.
Cuando Moisés ordenó no matar, no inventó este mandamiento; ya existía en Egipto y en todo país cultivado. Pero el faraón mataba a placer. Decretó el exterminio de Israel y mandó matar a los recién nacidos; a Moisés lo condenó a morir, y lo persiguió a muerte durante toda su vida. Porque esta cadena de muerte iba en aumento, Dios decidió salvar a su pueblo y a toda la humanidad.
Dios libró a Israel –allí iba la sangre de Jesús- de esta oleada mortal. Estableció leyes protegiendo la vida, especialmente la más débil, así fuera vida humana, animal, vegetal, hasta la vida en plenitud de la humanidad con toda la creación. La vida es una, por origen y por destino. Se defiende o pervierte en su integridad. En su totalidad. Todo está interconectado e interrelacionado. Así lo entendió Israel.
Cuando prohíbe cocer el cabrito en la leche de su madre, ofrecer en sacrificio a la oveja junto con su cría, o matar al ave que está empollando, etcétera, está defendiendo ese entramado milagroso, esa sinfonía maravillosa que existe entre los seres vivos, en particular entre la madre y el hijo.
La ciencia estudia la parte, pero la religión mira el todo. Por eso, ahora los poderosos enredan ese entramado maravilloso y lo manejan a placer, porque se creen dioses, como los faraones; en cambio, el creyente sencillo comprende mejor el misterio de la vida y de Dios.
Lo que fue origen de la vida no puede convertirse en instrumento de muerte. Nunca la muerte será remedio para la vida, como lo proponen e imponen quienes han pactado con ella. La vida y la dignidad de las personas, en particular la de la mujer en trances tan dolorosos como entre nosotros, sólo se podrá defender protegiéndola en su integridad, proporcionándole salud, cultura, economía, respeto y valores morales, tareas todas ellas que los faraones que gobiernan el mundo han rehusado cumplir. Por tanto, descargar la culpa sobre el débil e inocente es cobardía. Es «declararle la guerra a la humanidad» (Madre Teresa), a México (Guadalupe), situación que ya es realidad.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 13 de octubre de 2019 No.1266