Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Esta pregunta va dirigida a los católicos por la sencilla razón de que un buen número ignoran los Mandamientos. Escasos son los padres que se los enseñan a sus hijos.
Quizá la bondadosa catequista se los repasó de carrerita para la primera comunión. De allí no pasó. Para el pueblo judío la cosa parece diferente. Recibieron el decálogo en el monte Sinaí e hicieron de ellos «su gozo y su delicia», como lo podemos comprobar leyendo el salmo 118(9), el salmo más largo del salterio.
Consta de veintidós estrofas, tantas como letras del alfabeto hebreo, que multiplican las alabanzas y los sinónimos de la palabra «Ley» en cada uno de sus ciento setenta y seis versos.
Los Diez Mandamientos fueron dados a Israel dentro de la alianza que Dios hizo con su pueblo. Israel era de Dios y Dios de Israel. Esto sucedió en el desierto, fuera ya del dominio del faraón, para que Israel fuera libre y no siguiera siendo esclavo en Egipto. Dios se lo hizo entender al faraón mediante diez castigos o «plagas», porque los faraones de ayer como los dictadores de hoy, son tercos y aferrados al poder. Así era el faraón de Egipto en tiempos de Moisés: quería esclavos, mano de obra barata, para construir sus pirámides. El faraón terminó ahogado en el mar Rojo por oponerse al proyecto liberador de Dios en favor de Israel.
Atravesar el desierto era peligroso por verse acosado por los ladrones, por el hambre y la sed. El pueblo de Israel estuvo tentado de volver a Egipto, pues añoraba los ajos, cebollas y ollas de carne que le daba el faraón. Esta tentación es grave porque el hombre tiene miedo a la libertad y a la responsabilidad, y prefiere el pan ajeno o regalado al ganado con su propio sudor. Vende su dignidad. Por eso, cada voto que emitimos puede hacer más pesada la cadena de la esclavitud.
Para enseñar al pueblo que la libertad es don suyo pero que requiere nuestro esfuerzo, Dios llevó a Israel por el desierto para que allí, en plena libertad, escogiera entre Él y el faraón, la libertad o la esclavitud. Les recordó que Él era el mismo Dios de sus padres Abraham, Isaac y Jacob; que había visto y oído su clamor, su llanto y opresión, y que había decidido liberarlos y darles la tierra de Canaán. Ellos aceptaron y Él les trazó la «hoja de ruta», el camino para llegar a ser libres, los Mandamientos: No deberían tener otro Dios, ni hacer su estatua para darle culto, es decir, no volver al faraón.
A Él le darían culto descansando un día a la semana, el sábado, y honrando a su padre y madre; no deberían atentar contra la vida del prójimo, como hacía el faraón arrojando a los recién nacidos al Nilo; no mintiendo, ni levantando falso testimonio contra su prójimo; no cometiendo adulterio, ni asaltándolo o robándole sus bienes.
Todos estos preceptos, llamados «Decálogo de Moisés», fueron dados a Israel para que no regresara a Egipto, a ser esclavo del faraón. Perfeccionados por Jesús en el Evangelio, valen para nosotros, para que salgamos del marasmo en que nos tiene sumergidos la propaganda política y comercial. Esta es la «verdad que nos hace libres», como enseñó Jesús. Esto, es claro, no conviene ni gusta a los poderosos; por eso los evitan y persiguen todo lo cristiano. Les estorba Dios. Su Palabra nos abre los ojos para no ser esclavos de nadie. San Bernardo decía: «El palacio está lleno de leyes, pero son de Justiniano no de Dios». Entre más leyes tenemos, más esclavos nos volvemos.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 29 de septiembre de 2019 No.1264