Por P. Fernando Pascual

Hay momentos en los que individuos, grupos, incluso sociedades enteras, pierden su norte y vagan desorientados.

A pequeños pasos, o con acelerones sorprendentes, dejan a un lado el amor a la justicia, a la verdad, al bien, a la belleza, y sucumben bajo la oscuridad del mal.

Ha ocurrido en el pasado, cuando pueblos enteros quedaron fascinados por líderes fanáticos que provocaron millones de muertos.

Ocurre en el presente cuando el consumismo, o un falso sentido de tolerancia, o la exaltación del «derecho a decidir», destruyen familias, provocan abortos, arrojan a millones de personas al sinsentido materialista.

Incluso en el mundo de la cultura y de la religión algunos quedan subyugados por la mentalidad dominante y dejan en el olvido los temas centrales para la existencia humana.

En esos momentos, urge una especie de milagro, personal y colectivo, que permita recuperar el norte, abrir los ojos a la realidad, denunciar el mal que ofusca a muchos, y promover el bien que todos anhelamos, incluso sin saberlo.

Frente a sociedades donde miles de abortos son vistos como algo ordinario, donde los matrimonios se rompen con más facilidad que un contrato, y donde la búsqueda del placer ha llegado a ser obsesiva, hacen falta mártires y santos.

El mundo sucumbe ante las tinieblas del mal por la mediocridad de muchos, por la avidez de otros, y por el entusiasmo arrollador de los promotores de ideales falsos y de culturas de muerte.

En cambio, el mundo recupera su norte cuando corazones generosos, llenos de amor y de esperanza, se abren a Dios, denuncian proféticamente los grandes males de nuestro tiempo, y promueven la verdadera cultura de la vida.

Resuena hoy, como hace varias décadas, la voz de San Juan Pablo II, que gritaba, con el deseo de despertar conciencias, una enérgica invitación dirigida a nuestro mundo:

«¡Cristo ha vencido el pecado en su Cruz y Resurrección: someteos a su poder! ¡Mundo contemporáneo! Sométete a su poder! ¡Cuanto más descubres en ti las viejas estructuras de pecado, cuanto más sientes el horror de la muerte en el horizonte de tu historia, tanto más sométete a su poder!» (San Juan Pablo II, Mensaje Urbi et Orbi, 3 de abril de 1983).

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