Por P. Fernando Pascual
En algún lugar del planeta vivía un dictador. Era eficaz. Sabía cómo dominar a otros. Pedía más armas. Imponía impuestos salvajes a la gente. Oprimía a los campesinos. Mientras, hablaba de justicia, de victoria del pueblo, de la grandeza de su país.
En ese mismo país vivía un campesino. Trabajaba duro para limpiar el campo, para sembrar, para regar las plantas. Cosechaba con alegría y así daba de comer a su familia y a tantas otras personas de la aldea.
Llegaron de la ciudad funcionarios con órdenes severas del dictador: los campesinos tenían que dar el grano para el triunfo de la revolución. Había que comprar más y más armas, y se pagaban con las cosechas.
El campesino se sometió ante las amenazas de los funcionarios. Tras perder casi toda la cosecha, el horizonte era dramático: el hambre se extendía sin frenos por toda la región.
Mientras, el dictador presumía de estadísticas, ensalzaba los enormes progresos de su Estado, amenazaba a los críticos con el desprecio público, la cárcel o la muerte.
El campesino, como miles y miles de compañeros, falleció de hambre. El dictador vivió por muchos años, pero un día (la muerte no perdona a nadie) también falleció.
Empezaron a escribirse obras sobre el dictador. Los aduladores ensalzaban su valentía, defendían sus conquistas, lo presentaban como un gran revolucionario, como un líder valiente que superaba las dificultades con decisiones atrevidas.
No faltaban críticos, pero como el dictador era de una ideología que dominaba en muchas universidades y centros del poder, la propaganda a su favor crecía y crecía, mientras que los críticos eran denunciados como manipuladores, enemigos del pueblo, reaccionarios y revisionistas.
Nadie hablaba del campesino. Perdido en las pocas estadísticas sobre los muertos bajo el hambre provocada por el dictador, ni siquiera tenía sepultura con nombre: había sido arrojado a una fosa común.
Así se escriben muchas páginas de la historia humana. Unos, declarados héroes y modelos de altos ideales, reciben alabanzas desproporcionadas, mientras se ocultan sus crímenes y sus injusticias. Otros, víctimas inocentes, quedan marginados en el olvido.
Más allá de esas páginas, de esos libros, de esas fotos, existe Alguien que garantiza una justicia a la que nunca podremos renunciar. Ese Alguien, Dios, no puede olvidar la honradez de aquel campesino que nadie en la Tierra recuerda. No puede dejar sin castigo a quienes injustamente provocaron su muerte.
A ese Dios acuden todos aquellos que esperan y buscan una respuesta a los enormes males de un mundo herido por culpa de tantos corazones llenos de injusticia.
Dios, que no olvida a ninguno de sus hijos, dará a las víctimas inocentes la justicia que el mundo no les dio en este mundo pero que siempre termina por brillar para todos tras la frontera de la muerte…