Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Un saludo muy especial
Nadie ha recibido un saludo como el que recibió María, la humilde jovencita de Nazaret. El mensajero fue un arcángel, dijo que venía de parte de Dios, que le anunciaba el gozo de la salvación, porque ella era la llena de gracia, que el Señor estaba con ella y que sabía que se llamaba María. Dios se sabía su nombre, familia y apellido y conocía su pueblo, Nazaret.
Dios, en una palabra, se encontraba a gusto con María. Para nosotros, los hijos de Eva, pecadores, nacidos «sin Dios, sin fe, sin esperanza en este mundo», según nos refiere san Pablo, este anuncio no puede más que causar turbación. María, «al oírlo, quedó desconcertada». ¿Quién, pregunta san Bernardo, no se turbaría ante semejante saludo?
Una mujer muy especial
María se turba, pero no desfallece ni rehúsa el compromiso. Sencillamente reflexiona, piensa y quiere entender. No se precipita, sino que escucha con atención y reflexiona la palabra de Dios. Ella es modelo de discípula creyente y responsable, oyente atenta de Dios. El ángel le explica que Dios la ha escogido para cumplir sus promesas y pide su consentimiento.
La historia milenaria del pueblo de Israel ahora se concentra en ella. Todas las bendiciones prometidas a Israel y a la humanidad entera tendrán en ella su feliz cumplimiento. El Señor está con ella y será la madre de su Hijo. En ella y por ella se cumplirán las promesas hechas a la primera mujer, a Eva, repetidas a Abraham y confirmadas al heredero de David, para que sean «bendecidas todas las naciones de la tierra».
Un duda muy especial
Pero María, sin turbarse, pregunta ahora como fiel observante de la ley de Dios. No está casada, ¿cómo puede ser madre, aunque se trate del Mesías? María aparece aquí con soberana libertad y al mismo tiempo con fiel obediencia a la ley de Dios. No pregunta el «qué», sino el «cómo».
No duda, pero busca la solución en la sabiduría divina y el ángel se ve obligado a revelarle todo el misterio: «El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por eso, el que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios».
Un acontecimiento sin igual
María cae de rodillas ante la voluntad de Dios: «Hágase en mí según tu palabra». Con la explicación del ángel, María se ve introducida en el misterio de Dios. En el seno mismo de la Trinidad: Hija del Padre, Madre del Hijo y Esposa del Espíritu Santo y, al mismo tiempo y por el mismo título, en el corazón de la historia, en su momento culminante, irrepetible e imperecedero.
Así se realiza la solidaridad más plena posible entre Dios y el hombre: el Hijo de Dios se hace carne y habita entre nosotros. Sin avergonzarse, es uno con nosotros.
Una despedida muy especial
«El ángel se retiró de su presencia», dice el Evangelio. María asume su responsabilidad, queda en silencio porque está llena del santo de Dios, del Dios que, por ella, está con nosotros.
Y María, en medio de la turbulencia del mundo a causa del censo del emperador, en una gruta, porque no había sitio para ellos en la posada, sin quejarse, con lo único que poseía, «dio a luz su hijo primogénito y lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre». Así nació nuestro Salvador. La música del cielo cantó nuestra bendición: «Gloria a Dios en el Cielo y paz a los hombres que ama el Señor».
Publicado en la edición impresa de El Observador del 29 de diciembre de 2019 No.1277