Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

La comunidad cristiana aprendió a cantar en la sinagoga de Israel. Así lo hicieron también Jesucristo y su Madre santísima, pues eran asistentes asiduos al culto sinagogal. También había una colección abundante de cantos, que se ejecutaban en el templo de Jerusalén por cantores, o incluso por un grupo de profesionales como los hijos de Coré.

Cuando el pueblo de Israel tuvo que dejar la tierra prometida y el templo, los levitas se llevaron al destierro una colección de cantos, pero que no podían cantar “los cantares de Sión en tierra extraña”. Por eso tenían sus cítaras, ancestros de la guitarra, colgadas de los sauces llorones a la orilla del río.

Las mujeres tenían una especial gracia en muchos de esos cantares. María, la hermana de Moisés, fue la que encabezó, “pandereta en mano”, el canto triunfal por la victoria sobre el faraón a las orillas del mar Rojo. La acompañaron las mujeres cantando y danzando con ella: “Canten al Señor, que se ha cubierto de gloria, caballos y carros ha arrojado en el mar”. Otra de las mujeres cantoras notables fue Débora, llamada madre de Israel, quien estimuló a Barak, temeroso, a luchar y vencer a los enemigos de Israel. Logró el apoyo “hasta de las constelaciones del cielo”, de seguro una granizada.

En el Nuevo Testamento tenemos los cánticos de dos mujeres célebres, de María santísima quien, con un desplante vigoroso y humilde a la vez, entona el Magnificat, “porque el Todopoderoso ha hecho obras grandes” en ella; y la respuesta de Isabel, llena del Espíritu Santo, celebrando la visitación de la “Madre de su Señor”. Hasta el pequeño se estremeció en sus entrañas ante la presencia del Salvador.

Los varones cantores abundan. Encabeza la lista el rey David a quien, sin serlo en su totalidad, se le atribuye la composición del Salterio. Son 150 poemas que tocan todas las fibras íntimas del corazón humano, con sus miserias y grandezas, pero derramadas al son de instrumentos musicales ante la presencia del Señor. La voz profética de Zacarías y la despedida serena de Simeón, se suman al coro bendiciendo al Señor por el “poderoso Salvador” al que acaban de saludar. San Pablo entonará himnos y cánticos litúrgicos e inclusive, a oscuras en la mazmorra y con los pies en la argolla, bendecirá al Señor junto con su compañero de prisión.

El libro del Apocalipsis es el más sonoro del Nuevo Testamento: Cantan los redimidos, cantan los martirizados; cantan los 24 ancianos, se les unen numerosos ángeles alabando al Cordero degollado, y “cuantas creaturas hay en el cielo y en la tierra” se suman a su alabanza. En esta “liturgia cósmica” las vírgenes y los mártires tienen un sitio privilegiado. Ellos son los que blanquearon sus mantos en la sangre del Cordero, y los que lo siguen dondequiera que él vaya. Ya el profeta Daniel había entrevisto a los tres jóvenes hebreos, en medio del horno de fuego, alabando y bendiciendo a Dios por todas y cada una de sus creaturas. Incluso el retumbar de los truenos, el silbido del huracán o el rumor de las aguas torrenciales, se convierten en un armónico sonido “como de muchos arpistas tocando sus arpas y cantando un cántico nuevo delante del trono”.

Toda esta riqueza inmensa, aquí sólo insinuada, la recibió y asimiló la Iglesia desde sus inicios, adaptándola siempre a las circunstancias y vicisitudes que ha padecido en su atormentada y esplendorosa historia, de manera particular en la sagrada liturgia. La insondable riqueza de Cristo y de sus gloriosos misterios, son hechos manifiestos, exaltados y glorificados junto con todos los redimidos, con los coros angélicos y con la creación entera en la liturgia cristiana. Apenas un asomo de la Jerusalén celestial que nos llama.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 14 de mayo de 2023 No. 1453

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