Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

APROXIMACIONES BÍBLICAS / II

El hombre es el único ser sobre la tierra que puede interrogarse sobre sí mismo. A este acto intelectual llamamos reflexión, y nos sugiere un doblamiento a manera de una interrogación, signo gramatical de la ignorancia, pero también, y más, del deseo de saber. Somos, pues, un perenne interrogante para nosotros mismos, y siempre aprendiendo de los demás. La riquísima antropología bíblica nos abre caminos insospechados para penetrar, lámpara divina en mano, el insondable misterio del ser humano.

Después de haber recordado que “al principio creó Dios el cielo y la tierra”, de inmediato el salmista asigna su sitio a sus protagonistas: “El cielo pertenece al Señor, y la tierra se la ha confiado a los hombres” (115). En esta ubicación el ser humano, sin ser divinizado, queda hecho responsable de toda la obra creadora. Lo terrenal de su propio origen –el polvo de la tierra- no impide que reciba ese soplo divino que el artista infundió en sus narices y lo convierta en ser viviente. El calor del aliento divino y la delicadeza de las manos del alfarero son lo que hacen del hombre terreno un misterio dialogante con su Hacedor. Dios y el hombre quedan implicados para siempre. Ni a la altura de Dios ni al nivel de las bestias, sino en el corazón del misterio.

En el primer relato bíblico de la creación del universo (Génesis 1) condensado en la semana laboral hebrea, el hombre aparece como la obra postrera. A él se le encomienda la creación en su totalidad, y se le asigna como destino el reposo de su Creador. Responsabilidad que reclama una singular habilidad. Creado Adán “a imagen y semejanza” de su Hacedor en su categoría de especie, como Hombre-Humanidad (v. 26), es posteriormente señalado como humanidad diferenciada sexualmente, “macho y hembra” (v. 27).

El compartir la sexualidad con los animales, no deteriora sino que eleva la imagen divina recibida a una dignidad y responsabilidad tales, capaces de sostener el diálogo amoroso con su Creador: “Si el hombre pretendiera ser sólo espíritu y quisiera rechazar la carne como si fuera una herencia meramente animal, espíritu y cuerpo perderían su dignidad”, explica el Papa Benedicto en “Dios es Amor” (221). El drama del pecado nos recuerda que, ante tanto don, la humana fragilidad subsiste.

En el segundo relato de la creación (Génesis 2-3) el esquema es circular. La creación sigue la imagen y experiencia de Israel en el desierto. Esta experiencia fue una enseñanza viva para Israel; allí experimentó su fragilidad, padeció carencias, aprendió a dudar de su corazón y sobre todo a caminar con su Dios. Por eso, aquí el narrador habla sobre todo de carne, soplo, polvo: “los humanos son carne, un soplo que se escapa y no regresa”, dice el salmo 78. Por otra parte, el hombre goza de la grandeza de la elección divina, del traslado del desierto (polvo) al vergel (vida), a la Tierra Prometida. Así llegó a pactar, por gracia, una alianza de sangre con su Creador.

Fueron los narradores y los poetas bíblicos quienes profundizaron, en drama como el de Job, en meditación como el Cohelet, en amonestaciones como los profetas y en reflexiones como los Sabios, en el misterio del hombre frente a Dios y frente a sí mismo. Pusieron así, en el antiguo Testamento, las bases sólidas para que su “antropología” fuera capaz de soportar el peso inmenso de la divinidad en el Nuevo, al decir de san Juan: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”. Espejo donde todo hombre se habría de mirar.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 18 de junio de 2023 No. 1458

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