Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro

Las letras con que inicia un documento importante suelen llamarse “capitales”, porque sostienen y anuncian el sentido del texto. Son como el primer acorde de una partitura musical. Lo “encabezan” como cuerpo literario, y marcan su contenido global. El Decálogo se conoce como los “diez mandamientos”. Jesús recomendó al joven que buscaba su salvación “guardar los mandamientos”.

Así lo aprendimos también nosotros en el catecismo. Los mandamientos suelen citarse mucho y observarse poco, porque a nadie, menos al hombre moderno, le gusta que lo manden. Detesta las prohibiciones y aborrece a los “mandones”, aunque se somete a ellos por supervivencia. Pero, vamos por partes:

1º Los mandamientos -las diez palabras le llaman los hebreos- no son un documento aislado, sino que forman parte de un “Pacto” o “Alianza” entre Dios y su pueblo. No son un elenco de leyes, sino parte de un ritual, de un relato histórico y celebrativo. Así se acostumbraba en el antiguo Oriente. Cuando un rey vencía a otro, se pactaba la paz pero se establecían condiciones para evitar las rebeliones. El superior, o el rey victorioso, se presentaba con sus títulos y mostraba al inferior, o al vencido, su generosidad. Se establecían las normas (mandamientos), que el inferior debía y juraba guardar, y se concluía con un sacrificio. Todos estos elementos, y otros más, están en el relato del Sinaí: Así se presentó Dios: “Yo soy el Señor, tu Dios, el que te sacó de la tierra de Egipto, de la esclavitud”. Este título “encabeza” y da sentido todo el relato. Sin él todo se viene abajo.

La alianza de Dios con Israel es un pacto entre desiguales: Yahvé es Dios e Israel es esclavo del faraón. La iniciativa liberadora viene de Dios: Él es quien manda a Moisés a liberar a su pueblo, y da órdenes al faraón. Todo esto sucede por una antigua promesa hecha por Dios a los ancestros de Israel –Abraham, Isaac y Jacob- de colmarlos de bendiciones y, por su descendencia, “bendecir a todos los pueblos de la tierra”. Sus efectos llegan hasta nosotros.

Estamos en una situación límite: Israel está a punto de perecer, por los trabajos forzados y por la política antinatalista. El faraón había mandado matar a todos los varones que nacieran, pero ignoraba, como los antinatalistas de ahora, que allí venía la sangre del Mesías. El faraón tuvo que vérselas con Dios y pagar con sus hijos este genocidio.

El pueblo de Israel, mientras tenía qué comer, aunque fueran ajos y cebollas, soportó la esclavitud; pero cuando vio cerca su exterminio, se acordó de Dios y “clamó” a Él. Y Dios, que no es sordo, ni miope, ni mudo, ni insensible, ni ciego respondió: “He visto la humillación de mi pueblo en Egipto y he escuchado sus clamores” (Ex 3,7).

Por eso, a la hora de sellar el pacto o alianza con Israel, Dios se presenta así: “Yo soy Yahvé, tu Dios, el que te sacó de Egipto, del país de la esclavitud” (Ex 20,2). Este es título glorioso de Yahvé: Ser un Dios liberador. Quien aceptó esta oferta y guardó su alianza, llegó a la tierra prometida; quien la despreció, quedó tendido en el desierto. Los mandamientos son los señalamientos indispensables para no extraviarse en el camino y mantener la sana convivencia. Aquí todo es don. Así actúa Dios: primero hace, luego ofrece y el hombre decide. Olvidar esta gratuidad y querer hacer negocio con Dios -te doy para que Tú me des-, es una actitud de mercenario, no de hijo como nos enseñó Jesús. La obediencia filial es la única llave para abrir el corazón de Dios.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 22 de mayo de 2022 No. 1402

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