Por Jaime Septién
El 13 de marzo celebramos (nunca mejor dicho) los primeros siete años del pontificado de Francisco. Nadie olvida aquel día en que se asomó a la logia de San Pedro y comenzó pidiendo al pueblo de Roma que orara por su obispo.
Desde entonces ha impuesto una nueva forma de gobierno de la Iglesia católica, enfrentando los escándalos financieros, reformando la curia y dando paso a una libertad de expresión inusitada en los pasillos y en las reuniones celebradas en el Vaticano. (Recuerdo una vez que fue a sentarse en un foro contra de la trata de personas e instó a los participantes a trabajar a fondo con el ejemplo del sándwich de jamón y queso en el que la vaca participa, pero el chancho se compromete…).
El discurso de la moral ha tenido, con Francisco, variaciones extraordinarias. Ya no está solamente basado en la moral sexual, sino que ha «invadido» campos que parecían lejanos al seguimiento de Jesús: los descartados, los refugiados, los migrantes, las nuevas esclavitudes. Ha introducido el tema central de la misericordia de Dios, pero no ha cambiado una tilde la doctrina de la Iglesia.
Las exhortaciones postsinodales sobre la familia o la Amazonia han introducido elementos culturales que acercan a la Iglesia al lenguaje de los nuevos tiempos, por no citar Laudato si’. Y ha sido implacable contra el abuso sexual del clero, el encubrimiento y la mundanidad. Un huracán argentino, humanísimo, maravilloso.
Publicado en la edición impresa de El Observador del 15 de marzo de 2020 No.1288