Por P. Fernando Pascual
La Iglesia católica existe con una tarea pedida por el mismo Cristo: Evangelizar.
“Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt 28,19 20).
En una conferencia de 1994, el entonces cardenal Joseph Ratzinger definía así en qué consiste la evangelización: “es anuncio de la cercanía de Dios en palabras y acciones, familiarización con su voluntad por medio del ingreso en la comunión con Jesucristo” (J. Ratzinger, “El evangelio y el catecismo”).
El impulso para evangelizar surge cuando uno ha llegado a encontrarse con Cristo. San Pablo, el gran apóstol misionero, se sentía alcanzado por el Señor (cf. Flp 3,12). Por eso exclamaba: “Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio!” (1Co 9,16 17).
El Evangelio escuchado y acogido crea, entonces, comunión con Cristo. Lleva, además, al ingreso en la Iglesia, a la fraternidad desde un don. Por eso cada creyente, tras escuchar la Palabra que salva, recibe una vida nueva, forma parte de una realidad en el Espíritu.
Desde la comunión con Cristo en la Iglesia resulta posible anunciar a otros el Evangelio, con el propio testimonio de vida, con la palabra, con la oración, con tantos otros modos que permitan a muchos ser tocados por el anuncio de la salvación.
Así lo explicaba san Pablo VI en uno de los documentos más importantes después del Concilio Vaticano II: “es imposible que un hombre haya acogido la Palabra y se haya entregado al Reino sin convertirse en alguien que a su vez da testimonio y anuncia” (exhortación apostólica postsinodal “Evangelii nuntiandi”, n. 24).
Evangelizar es, por lo tanto, una tarea que constituye nuestra misma vida cristiana, una misión irrenunciable (como también recordaba san Juan Pablo II en la encíclica “Redemptoris missio”), incluso una alegría (cf. Papa Francisco, exhortación apostólica “Evangelii gaudium”).
Dios me concede cada día como un don y una oportunidad para dejarme amar y para amar. Entonces podré convertirme en un testigo alegre del Evangelio, en un misionero que acepta con alegría la invitación a evangelizar a tantos seres humanos que necesitan reconocer la cercanía y la misericordia de Dios en sus vidas.