Por Jaime Septién

Recordemos la portentosa intervención de Santa María de Guadalupe en la tremenda epidemia del “matlazahuatl”

Cuando el indígena Juan Diego, aquél diciembre de 1531, intentó tomar otro camino para no encontrarse con la Virgen de Guadalupe e ir a buscar un sacerdote franciscano que fuera a atender a su tío Juan Bernardino, enfermo de muerte, la Señora le salió al encuentro y pronunció estas palabras inmortales:

“Pon esto en tu corazón, mi pequeño hijo: no temas. ¿No estoy yo aquí, que soy tu Madre? ¿No te encuentras bajo mi sombra, a mi cobijo? ¿No soy yo la fuente de tu alegría? ¿No estás tú en el pliegue de mi manto, en el cruce de mis brazos? ¿Necesitas algo más?”

Como se supo un poco más tarde –tras decirle a Juan Diego que su tío no moriría ahora de esa enfermedad—Juan Bernardino, que vivía en la vecina comunidad de Cuautitlán, recibió la visita de la Señora y de inmediato sanó. Esas frases de consuelo y abundancia, pronunciadas por la Virgen a Juan Diego en la colina del Tepeyac, han seguido resonando por casi cinco siglos en los oídos de sus fieles.

Hoy mismo, cuando la pandemia del coronavirus amenaza a todo el mundo, vale la pena recordar tanto la curación de Juan Bernardino como la no menos portentosa intervención de Santa María de Guadalupe en la tremenda epidemia del “matlazahuatl” (que quiere decir “erupción en forma de red” en náhuatl) que azotó México (capital de la Nueva España) y muchas ciudades cercanas entre septiembre de 1736 y abril de 1737.

El “matlazahuatl” era una combinación de fiebre tifoidea y tifo o bien hepatitis epidérmica y tifo que –en ese entonces—era casi mortal por necesidad. Según los registros eclesiásticos de la época, tan solo en la Ciudad de México mató a 70,000 personas, la mayoría de ellos indígenas, gente muy pobre, y en los alrededores de México (Puebla, Toluca, Querétaro…) a 200,000 seres humanos.

El Cabildo de la Ciudad de México trató de contener la epidemia con todos los recursos disponibles en la primera mitad del siglo XVIII; recursos humanos limitados en médicos y medicinas y en métodos de curación, que casi siempre se reducían a sangrías y purgas, métodos que lo que hacían era rematar a los enfermos.

Los muertos se apilaban en las calles. Los camposantos estaban rebasados (tuvieron que habilitarse seis más en la capital) y terminando el año 1736 se aproximaba la época de secas, lo cual aumentaba el peligro de extenderse el virus que había comenzado en un obraje del pueblo de Tacuba.

A esas alturas, el “matlazahuatl” tocaba ya a todo el territorio central de Nueva España. La población estaba extenuada, la economía colapsada y la esperanza rota.

Tras haber hecho procesiones con la Virgen de los Remedios y con Nuestra Señora de Loreto sin obtener resultados, así como con las siete advocaciones juntas para asegurar el éxito de las rogativas (el escudo de la Sangre de Cristo, San José, el Arcángel San Rafael, San Sebastián, San Roque, san Cristóbal y San Francisco Javier), cuando el pueblo, el clero y el Cabildo de la Ciudad de México volvieron sus ojos a la Virgen de Guadalupe.

En enero de 1737 en el santuario dedicado a la Virgen de Guadalupe, en las faldas del cerro del Tepeyac, se organizó una novena para “hablar” con ella y plantearle, directamente, el fin de la epidemia. En el sermón del último día de la novena, el canónigo y maestro de filosofía don Bartolomé Phelipe de Ita y Parra propuso nombrar a la Virgen de Guadalupe “Patrona Universal de todo el Reino” de la Nueva España (el inmenso Reino que ocupaba la mitad del actual territorio de Estados Unidos, México y la casi totalidad de América Central).

Tras discutirlo, el Cabildo le pidió su anuencia al arzobispo de México para que el pueblo se abrigara “bajo el celestial escudo de María de Guadalupe” y como éste la diera, en el mes de abril de 1737 se realizó la jura del patronazgo y a partir de entonces, se dice en las crónicas de la época, comenzó a llover y la epidemia se fue apagando hasta extinguirse.

“Tal vez hoy, con el racionalismo que nos caracteriza, pensaríamos que la disminución de la epidemia obedeció a que el virus ya había entrado en su curva descendente. Sin embargo, para los ojos de los novohispanos, la disminución del mal fue claramente obra de la Virgen de Guadalupe”, escribe Ana Rita Valero de García Lascurain en su libro “Santa María de Guadalupe a la luz de la historia” (B.A.C., 2014).

México, América y el mundo tienen en “la morenita del Tepeyac”, como la llamaba cariñosamente San Juan Pablo II, una intercesora para implorarle, como los habitantes de la Nueva España en el siglo XVIII, que mitigue esta epidemia y nos inflame el corazón de fe por “el verdaderísimo Dios por quien se vive”.

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