Por Carlos Díaz

Hubo un momento en que la psicología moderna desterró para siempre, erróneamente, los buenos libros de caracterología (por ejemplo, el Tratado del carácter de Emmanuel Mounier), y ahora proliferan los malos, por ejemplo, El hombre que estaba rodeado de idiotas: cómo entender a aquellos que no podemos entender, de Thomas Erikson. Esta nueva caracterología cromática ha resultado un revival exitoso entre los aficionados a los eneagramas o a la curación por las flores de Bach (no me refiero al músico, sino a lo que Bach significa en alemán: arroyo). Son caracterologías de baratillo que sólo sirven para un twit, es decir, para un berzotas, conforme a uno de los significados de dicho término inglés. Según ella, los rojos se preguntan por el qué, los amarillos por el quién, los azules por el porqué. Los verdes quieren saber cómo.

Los rojos no se paran a escuchar, sino que se apresuran a hacer lo que creen que es necesario, a no ser que quieran vengarse del director por no valorar sus decisiones. Los verdes forman un núcleo estable, que hará lo que se les dice. No están en contra de aceptar órdenes, siempre que se las formulen de manera adecuada. La creatividad y la originalidad no se hallan entre sus prioridades.

Todo aquello que altera su punto de vista se convierte en amenaza, y entonces se volverán pasivos. Cuando los verdes necesitan aliviar la tensión hablan a tus espaldas.

Los azules son perfeccionistas y se preparan meticulosamente. Habrán leído la documentación por entero, analizado todo hasta el más mínimo detalle y tendrán un plan alternativo. Pero las ventajas son claras: si lo haces bien desde el principio sabes que no habrá que repetir, lo que es una forma estupenda de ahorrar tiempo.

Los amarillos lo solucionan teniéndolo todo en la cabeza, pero no puede recordarse todo. Se les olvida la cita, o no vuelven a comprobar el documento antes de entregarlo, porque en su cabeza la tarea ya está acabada. Casi nunca cuentan con la capacidad de concentración necesaria para acabar algo del todo. Se cansan y pasan a otra cosa.

En 1810 escribió Johann Wolfgang von Goethe su Teoría de los colores (Zur Farbenlehre), conteniendo algunas de las primeras y más precisas descripciones de las sombras coloreadas, la refracción, el acromatismo y el hipercromatismo. Según el hombre más culto del siglo XIX, cuando el ojo ve un color se excita inmediatamente, y ésta es su naturaleza, espontánea y de necesidad, producir otra en la que el color original comprende la escala cromática entera. Un único color excita, mediante una sensación específica, la tendencia a la universalidad. En esto reside la ley fundamental de toda armonía de los colores.

Peo el mejor color de la vida es el de Celedonio: “A Celedonio siempre le gustaron las causas perdidas, porque todas las causas en las que él creía estaban perdidas de antemano. ‘Eso tenemos los pobres, que nunca ganamos’, decía. Luego discutía con Melchor y estaban de acuerdo en que todo su esfuerzo lo hacían por las generaciones venideras”.

Publicado en la edición semanal digital de El Observador del 5 de abril de 2020 No.1291

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