Por Jaime Septién
Una de las grandes revelaciones de la pandemia que estamos viviendo es la insensatez como tratamos a nuestros mayores. Las imágenes que llegan de todos lados muestran residencias y asilos de ancianos devastados por el coronavirus y la soledad. Es un pecado que clama al cielo.
La insistencia del Papa Francisco de cuidar a los abuelos quizá tengo eco cuando pase el vértigo de este virus letal para ellos. Se está llevando la experiencia de vivir; experiencia que habíamos arrumbado y despreciado.
Las nuevas generaciones (si logran desprenderse del celular) sabrán apreciar lo que es el abrazo del abuelo; el consejo de la abuela. Hoy no podrán verlos por mucho tiempo: si los contagian, los matan. A quienes los arrinconamos como trastos viejos, fuera de nuestros intereses y nuestras vagas diversiones, nos tocará pagar el precio.
Qué triste realidad la que está levantando la contingencia. Por aquí y por allá saltan las injusticias. La deshumanización y el escándalo. Hemos perdido el temor de Dios y ahora lo invocamos a él como si fuera el culpable de la oscuridad. La única abundancia que se puede percibir en el mundo es la abundancia de la iniquidad de la que hablaba Jesús en Mateo (24,12).
La manera de “superar” esta crisis será volviendo a lo esencial. Y en ello está el cuidado de nuestros mayores. De los niños, de los pobres, de la Creación. Cuidarnos unos a otros. No dejar que “otros” se hagan cargo. Eso se llama caridad. Y hasta ayer, la caridad fue un témpano de hielo atrapando el corazón del mundo. ¿Habrá mañana? Será temeroso de Dios y atento a los vulnerables, o no será.