La presencia de Jesús traspasa todos los muros y límites y te desborda.
Por Carlos Padilla Esteban / Aleteia en El Obesrvador
Me detengo a meditar en el Cuerpo y en la Sangre de Cristo. Jesús ha querido quedarse conmigo. En su Cuerpo y en su Sangre. Me conmueve ese amor tan de Dios, tan humano… Dice la Biblia: «El cáliz de la bendición que bendecimos, ¿no es comunión de la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es comunión del cuerpo de Cristo? Porque el pan es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan».
Poder participar de la Comunión no es un premio por mi buen comportamiento. No pertenezco a una comunidad de inmaculados. Todos pecamos. Yo peco. Me alejo de Dios y no soy fiel.
Poder comulgar es mucho más que un derecho, es un don, una gracia. Es gratuito, no me lo merezco. Es alimento para el camino.
Es una necesidad. Es un viático que me da fuerzas para la lucha. Es un regalo que me permite vivir de su amor, cuando compruebo que quiero vivir orientado a Dios. Como decía san Ignacio de Antioquía:
«No encuentro ya deleite en el alimento material ni en los placeres de este mundo. Lo que deseo es el pan de Dios, que es la carne de Jesucristo, de la descendencia de David, y la bebida de su sangre, que es la caridad incorruptible. No quiero ya vivir más la vida terrena».
Me gustaría vivir así todos los días, deseando el cielo, aspirando a pasar por la puerta que se me abre hacia lo alto. No lo hago siempre.
Es verdad que es bueno que ame la tierra, muy bueno que viva amando en lo humano. Jesús hizo sagrado lo humano con sus pies y sus manos de carne.
Jesús se queda conmigo en su Cuerpo y su Sangre, en medio de mi camino. Quiere que comulgue, que viva de la Comunión. Quiere esa intimidad conmigo cuando está en mi alma y me susurra palabras de amor, y yo a Él.
No siempre he valorado tanto como ahora la comunión sacramental. Ahora en esta pandemia me invitan a la comunión espiritual. Me piden que la reciba con el corazón abierto.
Sólo los sacerdotes han podido recibirla todos los días. Soy consciente de la ausencia que provoca no poder comulgar cada día.
Añoro la comunión sacramental que no es posible en tiempos de guerra como los que vivo. Confinado participo en la eucaristía de forma virtual.
Renunciar a estar con otros en Misa es una forma de ser solidario. Es una renuncia por amor. No porque me lo prohíban. Yo la elijo. Es un acto de madurez, es la forma que tengo de ser generoso.
Esa comunión espiritual tiene una fuerza que desconozco. Tiene Jesús una presencia que me desborda. Me gustaría que fuera de otra forma, pero no lo es.
No puedo romper las normas que el mundo me pide que respete. Por cuidar la salud de los más vulnerables. Me lo pide el mismo Jesús.
Parece contradictorio, pero no lo es. Él se encargará de darme en este tiempo una presencia suya muy fuerte en mi familia, en mi Iglesia doméstica.
Me regalará una hondura en mi relación con Él que nunca hasta ahora he disfrutado. Eso es lo que le pido.
La comunión nunca es un derecho exigible. Es más bien un don inmerecido para todos.
Publicado en la edición semanal digital de El Observador del 21 de junio de 2020. No. 1302