Por Arturo Zárate Ruiz
Bueno, no es que se haya ido, sino que creímos que no estaba allí.
En las últimas décadas, el avance de la medicina redujo los riesgos de muerte. Las vacunas, las medidas sanitarias y los remedios se multiplicaron. Casi todos en mi familia hemos sufrido de hepatitis, pero con los novedosos fármacos, sanamos. El morir se redujo casi a los accidentes y a las enfermedades degenerativas, es decir, las de la vejez. No los pediatras, sino los geriatras hacían su agosto en los últimos años. Uno planeaba su vida sin esperar que la interrumpiera de improviso la muerte. Ya en la decrepitud, con Alzheimer, ni nos daríamos cuenta de ella.
En tiempos no remotos no era así. Muchas dolencias nos aquejaban, las cuales de un momento a otro nos mandaban al otro mundo o nos dejaban tullidos, que no es sino un morir despacio.
Mi tía Elvira fue de las últimas en sufrir la viruela negra. Sobrevivió, pero quedó marcada de cicatrices a punto de que mi insensible bisabuela le decía: “quítate de aquí, roñosa”. Tío Gualberto murió de tuberculosis. Tía Luz sufrió polio y no falleció, pero quedó incapacitada de allí en adelante. Tuvo suerte de que abuela Juanita, quien la cuidaba, la sobreviviera.
Nací en 1959, justo cuando Estados Unidos autorizó la vacuna contra la polio. Tardó, sin embargo, esa vacuna en ser masiva. Son varios contemporáneos míos quienes, sin el beneficio aún de esta vacuna, se contagiaron. Unos murieron entonces y otros quedaron con las piernas inmóviles. Estos últimos no se salvaron de los crueles apodos de los muchachos: o eran “El Pulpo” o “El Muletas”.
Apenas hace unas décadas azotó una epidemia de dengue hemorrágico en Matamoros, Tamaulipas. Mi hermano sobrevivió por la atención inmediata de nuestro otro hermano. Varios amigos entre cientos de matamorenses, sin embargo, murieron. Varios conocidos míos fallecieron también no hace muchos años tras la llegada del sida.
Pero, en gran medida, todo esto parecía en los últimos años como muy muy extraordinario. Los muertos eran otros. El plan de vida hasta convertirnos en momias de Guanajuato podría seguir en pie.
No así, con el coronavirus. No así, durante milenios. Lo normal era reconocer e, incluso, aceptar que la muerte podría estar a la vuelta de la esquina, aun para los Papas y emperadores. No es que se nos quitara la alegría de vivir. Al contrario, Carpe diem. Pero sabíamos reconocernos mortales, y mortales también nuestros proyectos más queridos.
Para el coronavirus habrá en algún momento remedios. Pero la muerte nunca pedirá permiso y siempre llegará sin avisar, por muy válidas que sean las medidas de prevención. Por tanto, que no sean éstas medidas las que nos separen por siempre de nuestros semejantes, en un encierro de ostiones que finalmente son consumidos por muchos depredadores. Que, sin olvidar a la muerte, recobremos el gozo de vivir, y que este gozo no sea uno egoísta sino un gozo fincado en el amor. Dice Gracián: “La misma Filosofía no es otro que meditación de la muerte, que es menester meditarla muchas veces antes, para acertar a hacer bien una sola después”.
Publicado en la edición semanal digital de El Observador del 31 de mayo de 2020. No. 1299