San Pablo nos dice: «Si Cristo no hubiera resucitado, vana seria nuestra fe». De no haber Él resucitado, podría además decirse lo mismo de toda existencia, según las palabras de Salomón: «Vanidad de vanidades, todo es vanidad».

Por Arturo Zárate Ruiz

Al menos, esforzarse por ser bueno sería absurdo de morir para siempre. En su argumento final para disuadir a Calicles para que se aparte del mal, Platón lo amenaza con los castigos que recibirá en el Inframundo tras la muerte. Kant también requiere, para justificar su ética, de la condena eterna para el malvado en esta vida. Sin embargo, de no esperar cuando muramos el Cielo o el Infierno, según nos comportemos en el ahora, ¿qué se gana después con no quitarle su pensión a la viuda si con ese dinero puedo pagarme hoy unas vacaciones sabrosísimas en Cancún? No tenemos que mirar muy lejos para identificar a muchos bellacos que sin temor ninguno disfrutan de sus fechorías sin que nadie, aquí y ahora, pueda reclamarles. En este contexto es que Salomón exclama: «¿Qué provecho saca el hombre de todo el esfuerzo que realiza bajo el sol?»

Hay algunas respuestas para esforzarse ahora, en el más acá. Aunque los judíos saduceos no admitían la resurrección, eran muy estrictos en la observancia de la ley. Lo hacían porque creían que las desventuras —como la de los ciegos y los leprosos del Evangelio— eran castigo de Dios en esta vida, por haber pecado. Con todo, ¿cómo explicar las desgracias, como las de Job, cuando fueron siempre dechado de piedad?

Aristóteles creía en Dios, pero no en la resurrección. Sin la revelación cristiana, sólo podía constatar la corrupción y desintegración de los cuerpos después de la muerte. Y sin cuerpo, de pervivir las almas, se deshumanizarían. Con todo, creía que en esta vida sí había un premio para los buenos: el gozar finalmente de la virtud. Aun así, ¿quién de nosotros, por sí mismos, puede del todo alcanzar la virtud? Y de lograrla, ¿cómo disfrutarla si, en medio de sufrimientos que no faltan, todo se acaba?

El consuelo de los epicúreos y de los estoicos fue el carpe diem, el disfrutar el día. Unos lo hacían con los placeres; otros, envaneciéndose por su fortaleza frente a las adversidades; ambos de cualquier modo, ególatras ensimismados, con corazón de piedra respecto al prójimo, no con corazón de carne que se apiada del hermano que sufre, como se le exige al cristiano; ambos, en última instancia, cansados al final por la insatisfacción —¿qué podían esperar de sus limitaciones?— y proclives al suicidio por el sin sentido de sus vidas. Filósofos ateos modernos, como Albert Camus, lo propusieron para poner fin a su “absurda” vida; lo hizo incluso Federico Nietzsche quien, tras su infructuoso esfuerzo por convertirse en “superhombre”, terminó loco. Sin Dios ni resurrección, ¿tiene algún sentido la existencia?

Como lo advierte san Agustín de Hipona, «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en ti». Sólo con Dios y su Resurrección, adquiere sentido nuestra existencia.

Sin embargo, no es cualquier resurrección de cuerpos la que da sentido a la vida. He allí los mitos de “momias” egipcias, de “vampiros” en Transilvania y de “zombis” en Haití. Sus cuerpos decadentes no serían sino una tortura interminable para cualquiera. Son, ciertamente, motivos para películas de monstruos. No pensemos ni siquiera en la reencarnación: ¿te gustaría convertirte, tras morir, en cucaracha?

Es la Resurrección de Nuestro Señor la que nos restaura la Vida, y una vida plena. Inscritos en el Cuerpo de Cristo, la eternidad será un gozo completo y buenaventura.

Pero para que sea así, hay que permitirle a Dios que nos inserte en ese Cuerpo suyo, ya, desde ahora, y vivir el aquí, en todo momento, como Jesús mismo lo hizo: haciendo el bien, y amando a Dios y al prójimo.

No es imposible hacerlo. Contamos con los sacramentos que nos administra la Iglesia. Estos sacramentos y la Palabra nos proveen de la gracia suficiente para alcanzar, en Dios, la beatitud y la eterna alegría.

Que Jesús resucitó es nuestra más firme esperanza.

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 9 de abril de 2023 No. 1448

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