Por Tomás de Híjar Ornelas
“Pilatos vio claramente que Jesús era inocente, pero vio a la gente, se lavó las manos. Es una forma de hacer jurisprudencia”. Papa Francisco
“Tragedia inimaginable”, en palabras de Hans Kluge, director regional de la Organización Mundial de la Salud en Europa, la pandemia de Covid-19 se ha ensañado en esa parte del mundo –ahora más que nunca justamente etiquetado de viejo–, con los ancianos recluidos en asilos.
Que eugenesia y eutanasia hayan tenido en Europa un laboratorio complejo y sofisticado no debería ser ajeno a un planteamiento crítico: las consecuencias culturales y civilizatorias que se produjo en ese hábitat luego de su emancipación de su tronco cristiano y, más precisamente, del catolicismo romano, con el decidido propósito de erigir esa visión ramplona y miope del sentido de la vida, que es el consumismo materialista y su barómetro, la ganancia.
Anclarle a la fe cristiana los adjetivos apenas aludidos, ‘católica’ y ‘romana’, no es ocioso ni casual dada la circunstancia de ser tal sector el que cuenta con más elementos para seguirse presentando como la versión más cabal de la fe que predicó en la Palestina de su tiempo, unos pocos meses (de un año a tres, según los evangelios sinópticos) Jesús de Nazaret.
Y que sea el Obispo de Roma quien, como sucesor de Pedro, el pescador de Galilea, actúe como Vicario de Cristo, también hoy, como nunca, tiene un valor y una vigencia enormes, pues nadie ha calado tanto en la esfera internacional para llamar la atención acerca de la conducta irresponsable y autodestructiva de quienes hemos convertido el planeta tierra en un vertedero y en una cloaca.
Que sean los más débiles a los que esta primera fase de la pandemia les pase la factura es más que inquietante en una cultura –la occidental–, que ha desdeñado la compasión y la misericordia como signos de debilidad, y tal es el caso de la ancianidad.
A principios de este año, antes de que esta epidemia se hiciera notar, el Papa Francisco afirmó contundente que “Ser anciano es un privilegio. La vejez no es una enfermedad”. Lo hizo dirigiéndose a los participantes del primer Congreso Internacional Pastoral para ancianos y desarrollando el tema ‘La riqueza de los años’, no de oídas, pues él tiene ahora 84 de vida.
Haciéndole eco, el prefecto del Dicasterio para el Desarrollo Humano Integral, cardenal Peter Turkson, da una pista para lo que vendrá luego de lo que estamos viviendo: promover la solidaridad entre generaciones, especialmente entre los jóvenes de ahora, que ya no tuvieron una vinculación afectiva profunda con su familia natural y sí una sobreexposición con el último golpe maestro del individualismo, la realidad virtual.
Lo que venga después de la tragedia, será para todos y en especial para la Iglesia católica, un reto que sólo admite un camino: rehacerlo todo desde el amor y la atención integral a la vida, en especial la de los más vulnerables y frágiles: el no nacido y el anciano decrépito.
Publicado en la edición semanal digital de El Observador del 31 de mayo de 2020. No. 1299