Por Jaime Septién
Las catequesis sobre la pandemia que está llevando a cabo el Papa son de vital importancia. Es, sin duda, la voz que debemos oír. Es el único que se atreve a decir lo que los líderes políticos no van a decir jamás: que el coronavirus ha desenmascarado nuestras debilidades y mostrado –al desnudo– nuestras miserias humanas.
“Curar al mundo” las ha llamado. Y, en efecto, el mundo sería diferente si tenemos los cristianos un “nuevo encuentro con el Evangelio de la fe, la esperanza y del amor”. Ese encuentro (que es el encuentro con Jesús) “nos invita a asumir un espíritu creativo y renovado” y nos hace “capaces de transformar las raíces de nuestras enfermedades físicas, espirituales y sociales”.
¿Cuántos de nosotros desearíamos vivir en una comunidad sana? Pero, “¿de qué modo podemos ayudar a sanar nuestro mundo, hoy?”. La Iglesia no puede dar soluciones sanitarias. Tampoco “indicaciones socio-políticas específicas”. Entonces, ¿qué nos da? Principios sociales “que pueden ayudarnos a ir adelante, para preparar el futuro que necesitamos”. Parafraseando al poeta César Vallejo, esos principios son pocos, pero son. En apretado resumen, el Papa enlista siete: la dignidad de la persona, el bien común, la opción preferencial (ojo: no exclusiva) por los pobres, el destino universal de los bienes, la solidaridad, la subsidiaridad y el principio del cuidado de nuestra casa común.
La Doctrina Social de la Iglesia es la “gran olvidada” por los hijos de la Iglesia. Por ti y por mí. Un olvido culpable. Muchos dirigentes invocan el Evangelio, pero “se saltan” sus exigencias en la vida personal y social. Nosotros también “nos saltamos” ese capítulo. Pero si en el microcosmos y en el macrocosmos fueran insignia de humanidad, la pandemia nos habría dado la mejor lección: que o nos salvamos juntos, o nos hundimos todos.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 6 de septiembre de 2020. No. 1313