Por Fernando Pascual
Empieza una epidemia. Esperamos que no será muy grave y que durará poco.
Pasan los días, y la situación sale de control. Esperamos que pronto encuentren una medicina adecuada.
La epidemia se convierte en pandemia, los muertos aumentan, se paraliza todo. Esperamos que encuentren la vacuna.
Llegan primeras señales de mejora, pero luego aparecen rebrotes. La vacuna sigue sin llegar. Esperamos que la enfermedad no nos toque.
Es muy humano, ante situaciones difíciles, poner la mirada hacia adelante para encontrar algo a lo que aferrarnos, un punto en el futuro donde se superarán los males presentes.
Pero a veces ese punto situado en el futuro se aleja cada día más, o se hace incierto, o incluso el paso de los días lleva a empeorar las cosas.
Ocasiones así son mucho más frecuentes de lo que imaginamos. Basta con ver cómo reaccionamos al primer diagnóstico de una enfermedad que inicia, y que luego empeora cada día…
Ante esa enfermedad, algunos empiezan con minimizarla. Luego, suponen que no será tan grave. Más tarde piensan que el médico es lo suficientemente hábil como para encontrar una curación eficaz.
Pero cuando el mal crece y crece, tenemos que reconocer que las esperanzas terrenas son frágiles, inseguras, vulnerables. Basta poco para descubrir que el punto futuro donde creíamos que iban a mejorar las cosas está cada vez más lejano.
Pablo VI, en un escrito titulado “Meditación ante la muerte”, reconocía que “respecto a la vida presente es vano tener esperanzas: respecto a ella se tienen deberes y expectativas funcionales y momentáneas; las esperanzas son para el más allá”.
En su encíclica “Spe salvi” (del año 2007), el Papa Benedicto XVI señalaba que no podemos vivir sin esperanza, pero que agarrarnos solo a las esperanzas inmediatas, las de este tiempo, es algo sumamente frágil y, en muchas ocasiones, lleva a la desilusión.
Por eso, necesitamos abrirnos a la “gran esperanza” (expresión usada varias por Benedicto XVI), esa esperanza que supera los fracasos, porque tiene un fundamento indestructible.
“La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, solo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando hasta el extremo, hasta el total cumplimiento (cf. Jn 13,1; 19,30)” (Benedicto XVI, “Spe salvi”, n. 27).
Mientras seguimos en camino, ante problemas apremiantes, miramos al horizonte. Algo nos ayudan las esperanzas pequeñas, inmediatas, las que animan para dar los pasos de cada día.
Pero, sobre todo, nos apoyamos en la gran esperanza, esa que sostiene nuestro amor en medio de situaciones muy difíciles, y que nos permite seguir trabajando para conquistar en el momento presente aquello que amamos, ayudados por Dios, mientras nos acercamos a la meta en la que Dios lo será todo en todos (cf. 1Cor 15,28).