Por Jaime Septién
Yo no sé a usted, lector, si el Papa Francisco le descubre nuevos horizontes de la fe. A mí –quizá por la admiración que le tengo– cada vez me abre más la alegría de pertenecer a la Iglesia que, como decía Chesterton, me pide que al entrar en ella me quite el sombrero, pero que no que me quite la cabeza.
El Papa piensa en el mundo de hoy. Y piensa maravillosamente. Lo hace con la fe bien puesta en Cristo y con el amor real –no abstracto– al prójimo. En el Ángelus del pasado domingo, el domingo de la “corrección fraterna”, volvió a presentarnos una traza luminosa para imitar a Jesús: la “pedagogía de recuperación”.
¡Cuánta falta nos hace entender esto! Corregir al otro es amarlo. Y tratar siempre de salvarlo. Generalmente no queremos que el otro se salve: queremos que el otro, por mi “corrección”, se hunda en los abismos más infinitos de la nada.
Jesús, dice Francisco, quiere recuperar, salvar al hermano que se ha desviado. Nos da la pauta: el sendero es largo; puede ser que fracasemos en las primeras veces. Puede ser que no lo logremos. Pero habremos contribuido, aunque sea mínimamente, a que cobre conciencia de sus actos. De pasadita, también la recuperamos nosotros.
¿Cuál es el mayor obstáculo que enfrenta esta pedagogía? Con sabiduría de barrio, el Papa lo expone así: el chismorreo. Es más, nos recuerda que el gran chismoso es el diablo. Que el chisme no hace ser sus amigos.
Es difícil contener la boca cuando lo que queremos en la intimidad es que el otro se pierda. Es dificilísimo practicar –perdón el terminajo– la virtud de la eubolia: ser discreto de lengua, ser reservado, no decir sino lo que se debe decir… El amor al prójimo en el error, produce palabras moderadas y prudentes, las únicas útiles para recupéralo (y recuperarnos) a la vida de la gracia.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 13 de septiembre de 2020. No. 1314