Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
El Papa Francisco anuncia una nueva encíclica, ahora sobre la fraternidad humana. Anhelo siempre buscado y nunca cumplido. Está, sin embargo, en el corazón del Evangelio; es Evangelio. Si Jesús rehusó mediar entre los hermanos litigantes por la herencia, hizo, en cambio, una severa advertencia sobre la avaricia.
La primera experiencia humana de convivencia fraterna terminó en tragedia. Caín y Abel no nacieron en el paraíso, sino en tierra hostil, sometida al pecado, que comenzó a regarse con sangre fraterna, preludio de los ríos que habrían de enrojecerla traspasando fronteras y naciones. Desde entonces –siempre– todo homicida es fratricida. Dios le dio al homicida otro hermano, como oportunidad de reconciliación y perdón. La sangre fraterna, para que no manche las manos, tiene que circular primero en el corazón humano.
Esa fue la tarea que llevó, sobre corazón y hombros, Abraham, “nuestro padre en la fe”: ser bendición, mediante su descendencia, para todas las naciones. Descendencia suya somos los cristianos, los judíos y los musulmanes. Tarea inmensa que el Concilio Vaticano II sacó a la luz y que recoge el Papa Francisco con intensidad. Cuando asiló a migrantes, no hizo distinción entre religiones. Recibió a judíos y palestinos en su Casa de Santa Marta y peregrinó hasta la casa del Gran Imán de Al-Azhar para firmar la Declaración de Abu Dabi e “invitar a todas las personas que llevan en el corazón la fe en Dios… a trabajar juntas para lograr la inmensa gracia que hace hermanos a todos los seres humanos”.
Este documento del Papa Francisco y del Gran Imán, Amad Al-Tayyeb, es el pedestal de la nueva encíclica papal. Las repercusiones tras la advertencia severa de Francisco: “No hay alternativa: o construimos el futuro juntos, o no hay futuro”, abundan. Fuerte resonó en Israel y el gran rabino, Bruce Lustig, de la Congregación Hebrea de Washington, estimó que contiene las cosas más difíciles, pero que el mundo necesita, porque “somos una familia, viviendo en un solo hogar”. El reciente reconocimiento mutuo entre parte del mundo árabe e Israel, más allá del uso político que pueda hacerse, es un eco glorioso de este paso urgente hacia la fraternidad. La pandemia del coronavirus nos ha puesto en la misma barca: o nos salvamos juntos o juntos perecemos; verdad al alcance de cualquier ser humano con elemental sensatez.
La bendición universal –la paz– correrá por la estirpe de Abraham remontando generaciones y llevando la restauración de la fraternidad: “No haya pleitos entre nosotros. Somos hermanos”, le dice a su pariente Lot cuando ya guerreaban sus pastores por tierras, aguas y pastos. Sin embargo, tras el logro viene el fracaso en su propia descendencia cuando el hijo de la esclava egipcia, ya adoptado legalmente, jugaba con el hijo de la promesa: “–Expulsa a esa sierva y a su hijo, pues no heredará el hijo de la sierva con mi hijo, con Isaac”, le reclamó su mujer. Y Abraham, que miraba complacido el juego de sus hijos, “se llevó un gran disgusto a causa de su hijo”. Disgusto que amargaría la vida de pueblos y de la humanidad entera, cuya restauración costó la sangre de otro hijo, suyo por la carne y de Dios por el Espíritu, para venir a curar tanta miseria y tanto dolor. La paternidad de Abraham se sublimará en la del Padre del cielo, quien hace salir su sol sobre justos y pecadores, y que tiene en su Hijo Jesucristo un corazón abierto para abrigar en él, por el perdón y el amor, a todos los hombres del mundo.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 27 de septiembre de 2020. No. 1316