1 de noviembre de 2020
Por P. Antonio G. Escobedo c.m.
Las tres lecturas del día de hoy ensalzan la fiesta que celebramos: el misterio de esa multitud innumerable de personas que ya gozan de la presencia de Dios y que siguen en comunión con nosotros. Es una fiesta que nos transmite alegría y optimismo porque llega a lo más profundo del corazón de la Iglesia.
En la lectura del Apocalipsis del día de hoy se presenta una “visión” que es muy interesante comprender. Se trata de una muchedumbre inmensa de toda nación, raza y lengua; son los bienaventurados que están en el cielo de pie delante del trono de Dios Padre y del Cordero Jesucristo vestidos de blanco y con palmas en las manos. Cantan con voz potente las alabanzas de Dios. En total son 144 mil que, recordemos, es un número simbólico. Es el resultado de la multiplicación de 12 × 12 × 1000: el primer doce representa a las tribus de Israel, el otro doce representa a los apóstoles y el número mil representa un número incontable. Por lo tanto, los que están alabando al Señor son como las estrellas del cielo que no se pueden contar pero que brillan para iluminar nuestro camino.
Estas personas que gozan de la plenitud de la vida en el cielo son nuestros hermanos. Algunos han sido canonizados o beatificados, es decir, han sido reconocidos por la Iglesia y propuestos como modelos de vida cristiana. Ellos son los que aparecen en el calendario litúrgico. Sin embargo, ¡hoy celebramos a todos! No sólo los que constan en las listas oficiales, sino a los que están en la lista de Dios que son muchísimos más.
La mayoría de los santos han llevado una vida tan sencilla que ni siquiera conocemos sus nombres. Son personas en quien encontramos ejemplo y ayuda. Ellos han tenido los mismos oficios, las mismas dificultades y tentaciones que nosotros. Han tenido el mérito de una fe humilde. Entre ellos encontraremos, seguramente, a muchos familiares y conocidos nuestros. Son miles y millones de personas que han seguido fielmente a Jesús y han dado testimonio de Él con su vida. Todo esto nos llena de orgullo y de estímulo, pues reconocemos que ha habido muchísimas personas buenas que han tomado en serio su fe y su vida cristiana. Han demostrado que es posible vivir según la ley del amor de Jesús y por eso son dignos de que celebremos su fiesta y de que su fiesta se convierta en alabanza porque representan la mejor victoria de Jesús.
En nuestro mundo, muchos van obteniendo premios y medallas por sus éxitos deportivos o artísticos o culturales. Es bueno que así sea, porque vale la pena premiar a los que enriquecen a nuestra humanidad. Pero hoy podríamos pensar que los que merecen más premios y homenajes son esas personas, famosas o desconocidas, que han cumplido su carrera recibiendo los aplausos de Dios y bendiciendo a la humanidad entera.
Hoy que celebramos a todos los santos, podemos preguntarnos: ¿somos conscientes que estamos llamados a la santidad? ¿Qué estamos haciendo para que Dios nos regale una sonrisa de felicitación?
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 1 de noviembre de 2020.No. 1321