Por P. Fernando Pascual
Nos causa siempre admiración y nos sorprende recordar la Encarnación del Hijo de Dios que viene al mundo para rescatar al hombre herido por el pecado.
Sorprende, porque ese hombre es cada uno de nosotros, con su historia, con sus sueños, con sus egoísmos, con sus pecados.
Sorprende, porque uno de esos hombres soy yo. Ese que no está contento con la vida que lleva. Ese que todavía sueña en mejorar, tal vez con pocos resultados…
¿Por qué me buscas, Jesús? ¿Por qué me amas? ¿Qué esperas encontrar de mí? ¿Qué podría hacer yo por Ti?
Sé que soy pequeño. Sé que tengo pecados. Sé que muchas veces Te he fallado. Sé que no pude amar a todos los que estaban a mi lado.
A pesar de todo, o precisamente por eso, no has dejado de amarme. De un modo discreto y humilde, casi como quien mendiga algo que solo un hijo libre puede dar.
Por eso, me gustaría abrirte hoy la puerta de mi alma, para que entres, para que cures, para que consueles, para que enciendas amor donde hay tantas cenizas de egoísmo.
Lo reconozco: varias veces he dicho que Te amaba. Pero luego perseguí deseos y ambiciones vanos y egoístas, y no supe serte fiel.
Hoy no quiero quedarme atado por ese pasado de errores y pecados. Prefiero recordar a tantos hombres y mujeres que se abrieron a Ti y empezaron a ser santos.
Este día acudo, como mendigo, a quien se hizo pobre y humilde por mí. Vengo a Ti, Hijo del Padre e Hijo de María; a Ti, que tienes tu mayor alegría en estar con los hijos de los hombres.
Entonces será posible que me lleves al desierto y hables a mi corazón. Nos sentaremos juntos para hacer una Alianza de Amor que Te dé una alegría infinita y que llene mi alma de esa paz que solo Tú me puedes dar…