Por P. Fernando Pascual
“Apártate de mí, que soy un pecador” (Lc 5,8). Tras el milagro de la pesca milagrosa, Pedro siente su pequeñez.
El Maestro es demasiado bueno, demasiado sorprendente, demasiado poderoso. Un pecador experimenta, ante Él, su indignidad.
Pero Jesús vino al mundo precisamente por los que somos pecadores (cf. Mc 2,17). Al descubrir la grandeza y la misericordia del Señor, en vez de alejarnos, descubrimos un impulso interior que nos lleva a confiar más y más en Su Amor.
Nos duele, ciertamente, reconocer nuestros pecados. Quisiéramos que fuesen algo ya superado en el camino de la propia vida.
Sin embargo, muchas veces volvemos a caer. Tropezamos en la misma piedra, hasta el punto de que algunos defectos parecen invencibles.
La mirada del Maestro llega, entonces, a nuestro corazón. No nos condena, no nos aleja de Sí, sino que nos atrae porque tiene un corazón manso y humilde.
La confianza surge y nos da ánimos. El dolor por el propio pecado nos acerca más y más a Jesús. Su perdón, que la Iglesia continúa a lo largo de los siglos, llega hasta mí.
Entonces puedo levantarme y volver a empezar. No confiaré en mí. No construiré mi lucha desde propósitos vacíos, sino desde la certeza de Su misericordia.
Este día Jesús vuelve a llamarme. Desde mi pecado, consciente de mi indignidad, le dejo curar mis heridas.
Quizá mañana vuelva a caer. No importa. Lo que cuenta es que confíe en Él y comience ahora a caminar. Entonces, poco a poco, Su Amor curará mi alma, y Su Vida empezará a ser también la mía…