Por P. Fernando Pascual

En una tarde sin prisas, entre amigos, es fácil empezar a discutir sobre todo tipo de temas, incluso aquellos que afectan a la humanidad entera. También hay discusiones en otros momentos del día donde tal vez tratamos asuntos de importancia.

Se discute sobre las vacunas y sobre los impuestos, sobre el gobierno del propio Estado y sobre las Naciones Unidas, sobre la tecnología de la guerra moderna y sobre los abonos en el campo, sobre el clima y sobre las vacaciones.

Sorprende, en algunas de esas discusiones desde la terraza o desde el comedor de la propia familia, ver cómo se emiten juicios muy claros sobre asuntos extremadamente complejos y de mucha relevancia.

Sorprende, porque las más de las veces tendríamos que reconocer la ignorancia acerca de muchos datos, las informaciones contradictorias sobre tantos asuntos, y la falta de tiempo para discernir sobre asuntos que inciden en la vida de millones de personas.

Pero la facilidad de la palabra, el presumir sobre la propia inteligencia, y el interés por temas concretos, lleva a esas discusiones en las que no siempre hay auténtica competencia (conocimiento) para abordarlos.

Es obvio que cada uno puede hablar y opinar de lo que desee, incluso cuando no tiene suficientes conocimientos de medicina, de economía, de derecho, de biología. Pero también es obvio que una conversación provechosa inicia cuando los participantes tienen la capacidad de distinguir entre lo que saben y lo que no saben, como enseñaba Sócrates.

Hoy seremos protagonistas o espectadores de alguna discusión desde la terraza. El sol, poco a poco, deja espacio a las estrellas. Alrededor de una mesa, varias personas nos confrontamos sobre el clima, la salud o la vida tras la muerte.

Lo importante, en esos y otros temas, consiste en abrir la mente para reconocer los propios saberes e ignorancias, para intuir los saberes e ignorancias de los demás, y para construir reflexiones desde todo aquello que procede desde el sincero amor a la verdad…

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