Por Marieli de los Ríos Uriarte
Según el INEGI, en datos recopilados hasta junio del 2020, el narcomenudeo fue el segundo delito registrado por el que más adolescentes fueron acusados en 2018. Entre el 80.3% de los adolescentes y 41.6% de los adultos fueron imputados por la portación de cannabis en proporciones oscilantes entre los 5 y los 100 gramos. La tendencia de consumo de cannabis es mayor entre adolescentes que entre adultos y así también lo constatan las sentencias condenatorias que indican que 9 de cada 10 adolescentes la reciben mientras que, en adultos, 8 de cada 10.
La reciente regulación para el uso lúdico del cannabis en adultos resulta compleja en su análisis debido a sus intenciones y a sus circunstancias. En primer lugar, se menciona que, uno de los objetivos es encaminar acciones hacia la consecución de la paz en el país, eliminando el agravante ilegal del consumo y comercio del cannabis. Se piensa que así se reducirá la actividad del narcomenudeo y, con ello, la del narcotráfico.
Si bien es cierto que, según las cifras mencionadas al inicio, muchos adolescentes han sido condenados por la tenencia de cannabis en cantidades superiores a las aprobadas en 2016 (5 gramos), la mayoría lo han hecho con fines de consumo personal pues, hasta este año, el comercio de semillas se encontraba prohibido, es decir, ellos no eran productores ni distribuidores si no consumidores, por ende, paliar su acto con una regulación del producto consumido, poco representa de cara a ponerle un fin a las redes de narcotráfico. Regular el consumo de cannabis apela más a favorecer el uso frecuente de este producto y generar con ello una cultura del mismo que darle un duro golpe a las células del crimen organizado.
En segundo lugar, algunas de las restricciones propuestas a esta regulación incluyen la prohibición para menores de edad y no consumir frente a ellos, es decir, se pondera la edad como factor determinante para su permisividad lo que cuestiona las estadísticas arrojadas por el INEGI en donde son precisamente los menores quienes consumen cannabis con más frecuencia, de tal manera que de poco o nada sirve que se permita para adultos porque este grupo poblacional no la consume frecuentemente.
El menor que la consuma seguirá siendo penalizado y, por tanto, los delitos referentes al narcomenudeo o que atenten contra la salud continuarán presentándose en cifras exponenciales.
Estos dos factores permiten entonces cuestionar la intención detrás de esta regulación pues, además, la misma contempla que los consumidores deberán registrarse en asociaciones que, a su vez, deberán constituirse ante notario y aquí surgen otras dos lagunas: ¿Bajo qué figura caerán las asociaciones de consumo de cannabis para uso lúdico? Y si son formalmente constituidas bajo la figura que sea que se cree para ello, ¿pagarán los debidos impuestos? Las tendencias en este gobierno fiscalizan todo tipo de bienes, lo que hace pensar que ni si quiera el “uso lúdico” quedará exento del pago de las debidas contribuciones. Lejos entonces de favorecer una cultura responsable y una sociedad madura, la regulación va encaminada a ensanchar las arcas del servicio de administración tributaria.
Parece entonces que, más que ampararse bajo el legítimo deseo de disminuir los delitos de narcomenudeo y narcotráfico y lograr estrategias de pacificación en el país, la regulación tiene más fines económicos que sociales. Y ni qué decir de las intenciones moralistas que buscan permitir algo nocivo para la salud, como medio para conseguir un fin superior, ¿qué puede ser superior a la vida y a la salud de las personas? Ni si quiera la disminución de delitos puede fungir como fin cuando de vidas humanas se trata.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 13 de diciembre de 2020. No. 1327