Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Al añoso y venerable tronco del Decálogo de Moisés se le hacen continuos injertos, buscando darle actualidad con fines políticos, ideologizados y moralizantes siempre, sobre todo en épocas de crisis. Se pretende normar la conducta social, inclusive las conciencias, y se promete felicidad.
Desde luego que el Decálogo de Moisés (1250 a.C.) necesitó adaptarse a las variadas condiciones de la humanidad; la misma Biblia nos lo autoriza a ejemplo de los profetas. El retoque definitivo lo hizo Jesucristo en el Sermón de la Montaña; allí perfeccionó el Decálogo tal y como entonces lo entendían los maestros de la Ley. Pero Jesús no modificó su estructura fundamental, sino que condensó los Diez mandamientos en Uno, con doble vertiente: Amar a Dios y amar al prójimo. Esto nadie lo puede separar ni superar. El amor al prójimo sin el amor a Dios es idolatría; y el amor a Dios sin el amor al prójimo es hipocresía. Con un mismo y único amor se ama a Dios y al prójimo, porque Dios se hizo prójimo al hacerse hombre en Jesucristo.
La estructura del Decálogo es el esquema de la “encarnación”. Los tres primeros mandamientos se refieren a nuestra relación con Dios; los otros siete a las relaciones ente los humanos y con los bienes materiales. Pero aquí existe una enseñanza extraordinaria y casi ignorada: Que el cuarto mandamiento, que manda honrar a nuestros padres, contiene una “bendición” que une los tres primeros mandamientos con los siete restantes. El cuarto mandamiento es el eslabón, como la bisagra, que une las dos tablas del retablo. Oiga a Ben Sirá: “Quien desprecia a su padre es un blasfemo, quien insulta a su madre es maldecido por su Creador”. En nuestros padres, imagen de Dios y fuente de amor y de vida, es decir, en la familia radica y por ella desciende la bendición divina. Destruir la familia es destruir el proyecto salvador de Dios, nuestra felicidad.
Por tanto, la segunda tabla de los mandamientos (del 7° al 10°) depende de la primera (del 1° al 3°), que se refiere a Dios: Un sólo Dios; no adorar ídolos; darle el culto debido. Estos tres mandamientos son la viga maestra que sostiene los restantes mandamientos que necesitamos para llegar a la Tierra Prometida. Reconocer a Dios como origen de todo lo bueno y hermoso que tenemos, es un deber de justicia. Después viene la devoción. Si no adoramos a Dios como a nuestro Creador bueno, no podremos amar ni al prójimo ni a la creación. hechura de sus manos. La justicia humana depende de la justicia divina. Nunca habrá honestidad sin el santo temor de Dios. Todo: Dios, el hombre y la creación, todo está interconectado, ice el Papa Francisco.
El Decálogo es el camino hacia la felicidad y la puerta de entrada es el amor misericordioso de Dios. Dios no creó ni le gustan los esclavos ni los dictadores. El faraón esclavizó a su pueblo, pero Dios tiene oídos, ojos, manos, palabra y sobre todo corazón. Decidió liberar a Israel y le marcó la ruta, los mandamientos, para no ser esclavos de los nuevos faraones ni adoradores de los ídolos del placer, del dinero o del poder que siempre nos encandilan. Cualquier oferta religiosa, política o social que viole la dignidad de la persona humana, está destinada al fracaso. Por eso, el Decálogo se abre así: “Yo soy Yahvé, tu Dios, el que te sacó de Egipto, país de la esclavitud” (Ex 20,2). NB. Puede ilustrar esta doctrina recurriendo a la Biblia (Éxodo) y al Catecismo (Nos. 2052-2557).
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 20 de diciembre de 2020. No. 1328