Por Antonio Maza Pereda

No, no piense que estoy hablando de religión. Tristemente, cuando se habla de virtudes, se piensa en religión. Como si solo las religiones hablaran de virtudes, lo cual no es el caso. Hay virtudes humanas, cívicas, sociales, patrióticas, familiares, y hasta políticas. Aunque estas últimas muchas veces son difíciles de encontrar en la mayoría de los políticos. Ni con lupa. Vamos, ni con el microscopio electrónico. Pero es cierto que hay virtudes en prácticamente todos los campos, porque las virtudes son hábitos buenos.

La pandemia que está azotando una buena parte de la humanidad, ha dado origen a una serie de hábitos buenos, es decir, virtudes. Hábitos que se han desarrollado en estos largos meses de reclusión o, por lo menos, con la necesidad de tomar medidas extraordinarias. Sin tratar de ser exhaustivos, trataré de reflexionar sobre las virtudes que veo que la sociedad está reforzando y a veces desarrollando por primera vez.

Claramente, la virtud de la paciencia. En nuestra cultura moderna todo lo queremos rápido, todo lo queremos instantáneo, como aparece en la televisión. Estamos acostumbrados a las historietas en las cuales un gravísimo problema sanitario se resuelve en un par de horas o, cuando mucho, en una miniserie televisiva de diez o doce episodios. Y ahora resulta que venimos hablando del tema desde que se generó al principio del 2020 y que todavía no se ve una solución certera. Así que tenemos que cultivar esa paciencia que a veces nos hace falta.

La virtud de la humildad. La humanidad se ha acostumbrado a creer que ya sabemos mucho, que la ciencia ya tiene todas las soluciones. Cuando la realidad es que sabemos bien poco y que la ciencia, si bien avanza rápidamente, todavía no tiene todas las respuestas. Y es posiblemente por eso que todavía no encontramos soluciones definitivas para esta pandemia, ni tenemos medidas preventivas suficientemente eficaces. La mejor prueba es el modo como muchos países han enfocado el tema desde perspectivas muy diferentes. Con muchas pruebas, con pocas pruebas, aislamiento rígido con toque de queda y multas severas para quien no lo respete hasta los que han tomado el criterio de no intervenir, alegando que entre más pronto se infecte toda la población, más rápidamente se resolverá el problema. Pasando por los que han tomado un enfoque permitiendo la población aceptar o no, de manera voluntaria, las recomendaciones sanitarias, que son eso: meras recomendaciones. Tenemos que reconocerlo: no sabemos tanto como creemos.

La virtud de la solidaridad. Darnos cuenta de que todos vamos en el mismo barco y que no se trata solamente de no contagiarnos ni contagiar a los demás sino de apoyar a todos aquellos que no pueden aislarse ni protegerse de la enfermedad por su situación social o económica. Así como aquellos a los que la reclusión de una parte importante de la población los ha dejado sin ingresos, sin trabajo y sin esperanza de recuperarse en el corto plazo. Virtud que tendremos que cultivar por un plazo largo, mucho me temo.

Entender que no se trata de ver cómo me protejo yo y los míos. Se trata de proteger a la sociedad, se trata de proteger a todos si es que queremos que la mayoría salga adelante. Tendremos que hacernos cargo de ayudar a los que sufran daños: a los huérfanos, a las viudas, a los que queden imposibilitados. Sí, nos va a costar dinero. Sí, tendremos que acostumbrarnos a vivir con menos comodidades. Porque no volverán a ser iguales las cosas. Lo cual no está del todo mal: tal vez se nos había olvidado que una parte importante de la población vivía mucho mejor que otros y que no estábamos siendo suficientemente generosos como para compartir una parte de nuestros ingresos para ayudar a otros a mejorar su situación.

Habría mucho más que reflexionar, pero destaca la virtud de la participación en la administración de nuestra sociedad. Muchos de nosotros todavía estamos acostumbrados a esperar que los gobiernos nos den las soluciones, rápidas, fáciles, sin costo y sin dolor. Y cuando los gobiernos no nos las dan, nos molestamos, los acusamos de ineptos, y nos disponemos a atacarlos a la menor provocación. Ya es hora de que nos demos cuenta de que el bienestar de las naciones depende de sus ciudadanos, no de los gobiernos. Como han dicho muchas veces, los gobiernos pueden hacer mucho mal, pero poco bien. Debemos hacernos responsables de esta situación y de muchas otras.

Finalmente, nos queda la virtud de la esperanza. Una virtud que podría considerarse como el fundamento de las religiones, pero que claramente tiene también un aspecto sin duda humano, indudablemente civil. Una esperanza que viene de confiar en la capacidad, la resistencia, la inventiva de la humanidad. No, no lo sabemos todo. Esta pandemia nos lo está demostrando. Pero también hemos visto que la humanidad ha pasado por situaciones tanto o más complejas como esta pandemia y ha encontrado soluciones, ha diseñado salidas.

Desgraciadamente, o tal vez afortunadamente, las virtudes no se desarrollan con prédicas, sermones, análisis periodísticos o medidas autoritarias. Se desarrollan como se hace con todos los hábitos: con una comprensión clara del bien que estamos buscando y la respuesta de la voluntad a ese bien que la razón nos muestra. Y con ello la constancia, la repetición de esos actos buenos tantas veces como sea necesario hasta que se vuelvan una segunda naturaleza, hasta que operen como un instinto, que ya no se cuestione. Y eso, por supuesto no es sencillo. Pero, si algo nos demuestra la historia, es que es algo muy posible.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 27 de diciembre de 2020. No. 1329

Por favor, síguenos y comparte: