Por P. Fernando Pascual
Hay momentos duros en la vida. Se juntan enfermedades, problemas económicos, conflictos en familia o en sociedad, cambios y dudas en el propio corazón.
En esos momentos necesitamos encontrar puntos de apoyo, horizontes de esperanza, señales de solución. No podemos vivir ahogados por dramas del presente.
Pero en ocasiones esas señales de esperanza son tenues, confusas, inciertas. De verdad, ¿llegará la solución? ¿Mejorará el trabajo? ¿Habrá reconciliación en la familia?
Miramos hacia el futuro y buscamos un atisbo de luz, quizá sin darnos cuenta de que esa luz ya está en el mundo desde hace más de 2000 años.
Porque frente a las mil pruebas y sufrimientos de la vida, el mensaje de Cristo ofrece la maravillosa certeza de que Dios cuida y ama a cada uno de sus hijos.
No es un amor genérico, abstracto, lejano. Es un amor inmediato, sin límites, capaz de ayudarnos a hacer nuestras las palabras de san Pablo: “me amó y se entregó por mí” (Gal 2,20).
Desde que Cristo vino al mundo hay ciegos que ven, cojos que andan, pobres que son evangelizados, y pecadores que reciben el regalo del perdón.
Los males, ciertamente, no han desaparecido. En ocasiones, parecen más terribles, como en las guerras que tantas víctimas han provocado y provocan, y en las leyes que permiten delitos como si fueran derechos (aborto, eutanasia…).
El que ha sido encontrado por Cristo no teme. Tiene un faro interior que ilumina y permite ver un horizonte de esperanza. Goza de una certeza que nadie le puede arrebatar.
“Pues estoy seguro de que ni la muerte ni la vida ni los ángeles ni los principados ni lo presente ni lo futuro ni las potestades ni la altura ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 8,38‑39).
Con Cristo afrontaremos cada momento duro de la vida con una paz, incluso con una alegría, que nada ni nadie nos puede quitar. Hemos creído, y estamos seguros en que Jesús, que inició nuestra fe, la llevará a su plenitud (cf. 2Tim 1,12).