Por Arturo Zárate Ruiz
Soy un aficionado a los libros buenos. Y creo mucho sobre los beneficios que se les atribuyen: nos ejercitan en el entendimiento, enriquecen nuestra información, avivan nuestra imaginación, nos instruyen sobre muchas habilidades y podríamos decir incluso que fortalecen nuestro carácter con los excelentes ejemplos de vida que nos ofrecen. Los recomiendo.
Aun así, no permita Dios que yo suponga que el ser un asiduo lector me hace necesariamente mejor persona que otras que sólo ven televisión, o que prefieren sólo el cine, o que nomás consultan la Red, o que simplemente no ponen atención ni a lo que les dice una sopa de letritas al llevarse una cucharada a la boca.
Lo que nos hace buenas a las personas es la virtud, los hábitos buenos, uno de ellos, por supuesto, la lectura, pero de ningún modo el único. He allí las virtudes morales: la prudencia (un atizador suyo, entre otros, la lectura), la justicia, la fortaleza y la templanza. He allí las virtudes intelectuales, que ciertamente se enriquecen con la lectura, pero no únicamente por ese medio: de nuevo la prudencia, la ciencia, la inteligencia, la técnica y la sabiduría. He allí las virtudes teologales, las más importantes pues nos hacen hijos de Dios: la fe, la esperanza y el amor. No pocos santos —aunque no supieran ni leer ni escribir— lo fueron por estas últimas virtudes. Santa Catalina de Siena, una analfabeta, es incluso reconocida como doctora de la Iglesia.
Lo que no quiere decir que evitemos aprender de letras, ni que jamás nos acerquemos a los textos buenos. Sólo quiere decir que por sí mismos los libros no nos harán santos. Lo que nos hará santos es Dios.
Vale la pena recordarlo porque algunos protestantes nos critican a los católicos por no cargar todo el tiempo, como ellos, una Biblia bajo el brazo. En alguna medida, estoy de acuerdo con los hermanos separados. Deberíamos leer las Escrituras más. Lo han recomendado los papas, por ejemplo, Pío XII en su encíclica Divino Afflante Spiritu donde citando a san Pablo nos especifica que su lectura sirve “para enseñar, para convencer, para corregir, para dirigir en la justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté apercibido para toda obra buena”. Pero el Catecismo de la Iglesia también aclara:
“La fe cristiana no es una «religión del Libro». El cristianismo es la religión de la «Palabra» de Dios, «no de un verbo escrito y mudo, sino del Verbo encarnado y vivo». Para que las Escrituras no queden en letra muerta, es preciso que Cristo, Palabra eterna del Dios vivo, por el Espíritu Santo, nos abra el espíritu a la inteligencia de las mismas”.
De hecho, los católicos somos llamados a tener un encuentro con la Palabra, que es Cristo. Las Escrituras nos ayudan a ello, es más, son inspiradas por Dios. Sin embargo, ellas no son en sí la Palabra, sino libros que le sirven a Dios y nos sirven, entre otros instrumentos, para abrazarla.
Ahora bien, que no carguemos una Biblia bajo el brazo, no hablemos de no tenerla ni siquiera en nuestra casa, no nos hace a los católicos ignorantes de las Escrituras. De hecho, nos aproximamos a ellas de la mejor manera cuando vamos a Misa. Cada vez que asistimos al sagrado convite se nos anuncia la Palabra con lecturas del Antiguo y del Nuevo Testamento. Si cada uno no repasa con sus propios ojos las Escrituras, hace algo mejor que leer: escuchar la Palabra. Y lo hace no aislado, sino unido a la Iglesia, en asamblea santa, movido no por caprichos personales, sino por el Espíritu Santo que habla a través de la Tradición y de los ministros del Señor que presiden la celebración. Así nos acercamos a nuestra salvación no cada quien, por separado, sino como pueblo santo, según nos invita Jesús mismo al pedirle al Padre que seamos un solo rebaño.
Es más, esa escucha, de hacerla bien, nos conduce a las obras de misericordia, al encuentro de Jesús en cada uno de nuestros hermanos, un encuentro de verdadera sabiduría y de salvación, algo que no lograremos encerrados, como inicialmente don Quijote, en las muchas novelas que lo volvieron loco. Si al final se salvó fue porque, aunque todavía loco, salió de sus libros a deshacer entuertos, a abrir caminos de justicia, a enamorarse de Dulcinea, a disfrutar inclusive de la compañía amable de los simples, de los iletrados, quienes, como Sancho, demostraron más luz que muchos pedantes duques, duquesas y canónigos muy leídos.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 16 de mayo de 2021 No. 1349