Por Tomás de Híjar Ornelas
“El hombre no puede ser separado de Dios, ni la política de la moral.” Santo Tomás Moro
Uno de los legados que nos dejó el Estado de Bienestar que se consolidó en Occidente hacia 1930 y entró en declive a partir de 1970, erigiéndolo en el gran proveedor de atención y servicios a los derechos sociales de la totalidad de los habitantes de un país, es el sistema escolarizado.
Gracias a él pudo abatirse en México el analfabetismo, por ejemplo. Empero, su flanco débil fue el corporativismo clientelar que hizo al magisterio cautivo de emporios a favor de unos pocos e indolencia sistematizada en los excluidos de las migajas de es pastel.
La cultura mexicana tal y como nació en el siglo XVI tuvo como postulado de docencia el evangelio desde la versión indocristiana para el pueblo arraigado en la catequesis infantil, para las élites hegemónicas, en cambio, se abrieron los grados académicos como un camino para medrar.
Como la educación de ese tiempo estaba en manos de la Iglesia, despojarla de esa prerrogativa fue una de las premisas del liberalismo anticlerical del siglo XIX, que tuvo en las escuelas parroquiales a cargo de fieles laicos una respuesta oportuna e inmediata de insólita aceptación, lo cual indujo durante el renovado furor anticlerical de 1917 a convertir el artículo 3º constitucional en un ariete que pasó por todos los bemoles, el de la educación “socialista” y “racionalista”, es decir, atea, hasta la prohibición en las aulas la instrucción en la fe aunque la abrumadora y absoluta mayoría de los mexicanos de entonces fueran católicos.
De excluir la catequesis en las aulas oficiales a alentar durante más de medio siglo la irreligiosidad deriva, sin duda, no poco de lo que hoy estamos cosechando entre los adolescentes y jóvenes del siglo XXI, aun los hijos de quienes tienen dinero para solventar las cuotas de lo que queda de la educación “de inspiración cristiana”.
El 14 de mayo del 2021, en la víspera de lo que para nosotros es el Día del Maestro, a nombre de los obispos de México, el de Monterrey, don Rogelio Cabrera López, y el de Irapuato, don Enrique Díaz Díaz, Responsable de la Dimensión de Pastoral Educativa y de Cultura de la Conferencia del Episcopado Mexicano divulgaron el comunicado ‘Maestro: constructor de esperanza, formador de corresponsabilidad y paz’, en el que además de manifestar su adhesión al Pacto Educativo Global que en fechas recientes ha lanzado el Papa Francisco, invita a los docentes que lo son por oficio a que lo sean por vocación.
Ellos proponen para este gremio formación para acompañar la situación emocional y apuntalar el carácter de sus alumnos y comprensión y mutuo respeto de la autoridad, las familias y toda la sociedad y para el fruto de sus afanes; la formación de “ciudadanos corresponsables, capaces de participar en la construcción de un desarrollo humano, integral, solidario y sustentable para todos, gracias a la vivencia de ser don y generosidad”.
Hacen también un llamamiento para implantar la cultura de la fraternidad que al redactor de esta columna le recuerda, según la sangre entre hermanos nos siga salpicando, lo que en su tiempo dijo el Mahatma Gandhi desde su cultura: “No sé de nadie que haya hecho más por la humanidad que Jesús. De hecho, no encuentro nada malo en el cristianismo. El problema está en ustedes los cristianos, pues no viven en conformidad con lo que enseñan”.
Maestros para la vida, no para la nómina. Es el reto.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 23 de mayo de 2021 No. 1350