Por P. Fernando Pascual
Desde las primeras noticias en diciembre de 2019, el mundo ha vivido una especie de frenesí al encontrarse con un misterioso virus, con sus amenazas y sus incertezas.
Han pasado meses y meses saturados de informaciones, debates, decisiones. Millones de personas han visto, de la noche a la mañana, cómo las autoridades ordenaban cierres, imponían cuarentenas, aislaban a ancianos, emanaban normas y más normas.
Al mismo tiempo, los hospitales veían con pánico la llegada de miles de enfermos, sentían angustia ante la posibilidad de no poder acoger a todos, sufrían por el peligro de contagio del personal sanitario.
Ha habido y hay actitudes muy diversas ante todo lo que significa la epidemia (o pandemia) por Covid-19. Unos pocos han querido verla como un peligro de poca importancia. Otros, tal vez muchos, la han observado con miedo, sea por lo que provoca en los enfermos, sea por las consecuencias que tiene y tendrá en la economía del planeta.
Los laboratorios, los hospitales, los científicos, han corrido para encontrar remedios y terapias, para preparar vacunas, para analizar modos de diagnóstico eficaz, para prever y afrontar las mutaciones, para proponer caminos de prevención eficaces.
Mientras, miles y miles de personas morían en los hospitales. El número de contagiados aumentaba en algunos meses con rapidez aterradora, mientras que en otros meses daba esperanzas de un cercano final de la pesadilla.
No podemos abarcar ni con la mente ni con el corazón lo que ha sido y es la experiencia de casi toda la humanidad en estos largos meses de pandemia. Tampoco tenemos una idea clara de lo que ocurrirá en los próximos meses, sea desde el punto de vista sanitario, sea desde los modos de organizar la vida social y económica.
El número de incertezas es muy alto. Las consecuencias que dejará el virus en muchos curados no son todavía conocidas del todo. Los riesgos ante posibles brotes y de variantes serán vistos como una amenaza continua para la especie humana.
Ante esta epidemia, como ante tantos otros momentos difíciles de la historia, necesitamos una mayor vivencia de las virtudes teologales. De la fe, para recordar que el pecado y la muerte encuentran su remedio en Cristo, muerto y resucitado por nosotros. De la esperanza, para abrirnos a la vida eterna y trabajar con una plena confianza en Dios en el presente.
Sobre todo, de la caridad. Porque la forma suprema de amor consiste en dar la vida por quienes amamos (cf. Jn 15,13). Eso es lo que han hecho y hacen miles y miles de personas que asisten a los enfermos, que consuelan a los familiares (sobre todo ancianos) más vulnerables, que acompañan a los trabajadores que tiemblan ante la posibilidad de perder su empleo.
El mundo ha experimentado en el pasado, como experimenta en el presente, el consuelo continuo de Dios ante tantas desgracias y pruebas, y la ayuda generosa y alegre de quienes, día a día, dan lo mejor de sí mismos para aliviar a los enfermos, a los necesitados, a todos los que de algún modo se ven heridos a causa de males como el que afrontamos con la llegada del temible Covid-19.