Por Martha Morales

En 1942 el Papa Pío XII consagró al mundo al Inmaculado Corazón de María. En el texto de la consagración, acudimos a la Virgen María y le decimos: “Ante tu trono nos postramos suplicantes, seguros de alcanzar misericordia, de recibir gracias y el auxilio oportuno (…). Obtén paz y libertad completa a la Iglesia santa de Dios; detén el diluvio del neopaganismo; fomenta en los fieles el amor a la pureza, la práctica de la vida cristiana y del celo apostólico para que los que sirven a Dios aumente en mérito y número”.

Para consagrarnos a María basta decir que queremos ser todos suyos, que nos conforte, nos consuele y disponga. Y también: “Guarda mi corazón en tu Corazón purísimo para que yo pueda amar a Jesús y a los demás con tu m ismo amor perfecto. Permíteme ser un instrumento digno en tus manos inmaculadas, para rendir el mayor homenaje posible a Dios. Ayúdame a no perder nunca la confianza en Dios”.

El Inmaculado Corazón de María arde de amor divino, y quiere ayudar a todos los hombres, y a los que aceptan ser sus hijos. María en todo nos dirige a su Hijo. Los Corazones de Jesús y María está unidos en el tiempo y en la eternidad, y son los que alcanzarán la victoria al final de esta batalla que estamos librando.

Nuestra Madre le dijo a Lucía Martos, la vidente de Fátima, que nuestro Señor quiere que se establezca en el mundo la devoción a su Corazón Inmaculado.

La siguiente historia ocurrió en Misisipi, Estados Unidos, en 1944 y se transmite como verdadera. Lo relata el padre O’Leary, que atendía la cárcel. Claudio Newman, hombre de raza negra, tenía dos años de casado cuando, defendiendo a su mujer, mató a un hombre blanco que la atacaba. Fue arrestado y condenado a morir en la silla eléctrica.

Estando en la cárcel, uno de los presos se arrancó una medalla religiosa y la tiró al piso maldiciendo. Claudio la recogió y se la puso por curiosidad. Esa noche, mientras dormía fue despertado. Y allí de pie estaba una señora muy hermosa. Le dio miedo, pero la Señora lo calmó y dijo: «Si quieres que yo sea tu Madre, y si te gustaría ser mi hijo, haz que te traigan un sacerdote de la Iglesia Católica». Luego desapareció.

Claudio empezó a gritar, pero luego pidió un sacerdote católico. Acudió el padre O’Leary, quien relata esta historia, y comenzó instruirlo en la fe católica junto a otros, aunque dudaba de la verdad de las apariciones. Claudio no sabía leer, ni nada de religión, ni quién era Jesús. Por eso sorprendió cuando dijo:

«Yo ya sé de la Confesión, pues la Señora me dijo que cuando nos confesamos nos arrodillamos, no delante de un sacerdote, sino ante la cruz de su Hijo. Y cuando sentimos dolor por nuestros pecados, la Sangre que Jesús derramó nos baña y libra de todos los pecados. No deberían de sentir miedo de confesarse, pues es decirle los pecados a Dios».

Ante las dudas del padre O’Leary, Claudio le dijo en privado: «Ella me dijo que le recordara que en la guerra, cuando estaba caído en una zanja en Holanda, en 1940, usted le hizo una promesa, que ella aún espera que le cumpla». Eso convenció al Padre O’Leary que decía la verdad.

Días después, Claudio volvió a decirles: «La Señora me dijo que en la comunión, yo solo puedo ver lo que parece un pan, pero eso es realmente y verdaderamente. Su hijo me invitó como ella, a amarle, adorarle, agradecerle, alabarlo y pedirle sus bendiciones». Finalmente, Claudio fue recibido en la Iglesia Católica.

Llegó el día de la ejecución de Claudio. Pidió como último deseo hacer una fiesta, pues era una alegría ir hacia la Virgen.

En eso el abogado de Claudio llegó con una prórroga de dos semanas. Claudio se puso triste por su retraso al Cielo, pero aceptó lo que el sacerdote le dijo: «Quizás Nuestra Madre Santísima quiere que ofrezcas ese dolor, para la conversión del preso lleno de maldad que te odia mucho».

Dos semanas después, Claudio fue ejecutado. El padre O’Leary comentó que nunca había visto a nadie ir a su muerte con más felicidad. Dos meses después, llegó el día de la ejecución del hombre que odiaba a Claudio. El Padre O’Leary decía que era el hombre más inmoral que conocía, pues tenía gran odio a Dios.

Antes de su ejecución, iba renegando y maldiciendo, pero de repente el condenado fijo sus ojos en una esquina y gritó con un rostro llenó de terror. Pidió un sacerdote para confesarse. El Padre O’Leary acudió.

Después el prisionero reveló: «Vi a la Virgen María y a Claudio que me dijo que ofreció su muerte por mi salvación. Ella me daba la gracia de poder ver mi lugar en el Infierno, si no me arrepentía. Por eso grité aterrorizado». Gracias a la Virgen, no fue inútil la muerte de Claudio. Acudamos con frecuencia a su intercesión seguros de ser oídos.

Imagen de Tacho Dima en Cathopic.com

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