Por Arturo Zárate Ruiz

El Concilio de Trento nos informa que la Iglesia es Católica porque “no está circunscrita dentro de los límites de ningún reino…sino que abraza, dentro de la amplitud de su amor, a toda la humanidad”. La Iglesia no es, pues, alemana, anglicana (inglesa), griega o rusa, o de sólo pobres o sólo ricos, es una Iglesia universal que abraza y reúne a todos los pueblos en “un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo”, según precisa san Pablo.

Que sea así implica elementos que le dan unidad, y elementos que preservan la legítima diversidad de los pueblos y aun personas hijos de la Iglesia.

La unidad descansa, por supuesto, en que le pertenecemos a Dios, Uno y Trino, en quien creemos según lo manifestamos en el Credo. Tenemos además reglas básicas para todos: los Mandamientos de Dios y de su Iglesia. Gozamos de los bienes de la gracia que nos ofrecen los ministros del Señor en los sacramentos, todos ellos unidos en comunión con el Papa, Vicario de Cristo. Y, entre otras cosas, nos une un solo culto, que en la Misa junta la proclamación de la Palabra y la consagración del Pan y del Vino, fuentes de vida eterna. A donde vayamos, encontraremos estos elementos que identifican a la Iglesia, sea en Nairobi, o Praga, o Calcuta.

Sin demérito a su fuerte unidad, la Iglesia goza de una impresionante diversidad. Es como una familia de las de antes, con muchos hijos y cada uno distinto sin dejar de ser hermoso: uno destaca por amiguero y su inclinación al liderazgo, otro más por su alegría, uno es toda devoción, otro retraído pero una eminencia universitaria, otro no acabó ni la primaria pero repara autos y cualquier descompostura en casa en un abrir y cerrar de ojos, he allí el gordito y allá el huesitos, aquí el guapo y acullá el de bonita alma, está el forrado en dinero, está el muy generoso que, sin embargo, cuenta los centavos porque apenas los tiene, hay uno campeón en deportes, otro en servicio ciudadano, y, sí, también el que no llama la atención ni ofrece nada espectacular, pero aun así es querido y, conociéndolo bien, es excelente persona, quizá el mejor de todos: es humilde.

Eso lo sabe mamá, como sabe que todos tienen sus pecadillos, si no es que pecadotes, y según el tamaño de ellos, mayores los desvelos de ella por corregirlos. Así nuestra Iglesia.

San Pablo advierte sobre los distintos carismas de los cristianos: “En la Iglesia, hay algunos que han sido establecidos por Dios, en primer lugar, como apóstoles; en segundo lugar, como profetas; en tercer lugar, como doctores. Después vienen los que han recibido el don de hacer milagros, el don de curar, el don de socorrer a los necesitados, el don de gobernar y el don de lenguas. ¿Acaso todos son apóstoles? ¿Todos profetas? ¿Todos doctores? ¿Todos hacen milagros? ¿Todos tienen el don de curar? ¿Todos tienen el don de lenguas o el don de interpretarlas?” Y advierte: “Porque si todos fueran un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? De hecho, hay muchos miembros, pero el cuerpo es uno solo. El ojo no puede decir a la mano: «No te necesito», ni la cabeza, a los pies: «No tengo necesidad de ustedes»”.

Que seamos una sola Iglesia no quiere decir, pues, que todos tengamos que vestirnos igual ni portarnos como clones el uno y el otro, como los chinos en tiempos de Mao. Jesús, de hecho, nos prometió muchas moradas en el Cielo, una distinta para cada uno, donde llevemos a plenitud los dones especiales que nos ha dado. La casa del Señor no es, pues, monótona, es nuestro futuro hogar donde alabaremos a Dios con una armoniosa polifonía.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 11 de julio de 2021 No. 1357

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