Por Mario De Gasperín Gasperín, obispo emérito de Querétaro
Al reportero que sin comedimiento alguno cuestionaba a la ancianita a las puertas de la Basílica de Guadalupe sobre el porqué de su presencia exponiéndose al rigor del invierno, ella con sencillez le respondió: –“Pero, señor, si es mi Madre”.
Esta mujer prolongó la fe y la alabanza de aquella otra que, refiere san Lucas, dirigiéndose a Jesús, exclamó: “dichoso el seno que te llevó y los pechos que te criaron”, elogio que Jesús devolvió multiplicado para todo aquel que no solo oye su Palabra, sino que la pone en práctica. A éstos, el Espíritu Santo los une en una sola alma y un solo corazón en la común fe eclesial.
María santísima es Madre nuestra por habernos dado la carne de Jesús, que es nuestra propia carne, y por haber escuchado la Palabra de Dios y ponerla en práctica. Al engendrar al Hijo de Dios, María nos elevó con su maternidad hasta la esfera divina, al mismo tiempo que nos dignificó haciéndose solidaria con nosotros, tristes hijos de Eva. Por esta maternidad de María los creyentes quedamos incorporados a la historia humana, que es historia de salvación.
No hablamos de mitos ni de metáforas. María fue bendecida porque de su seno y de sus pechos brotó y se nutrió nuestro Salvador. Estas dos mujeres han hablado por todas las mujeres, las madres, la santa Iglesia y por todos y cada uno de nosotros. Más aún, por toda la humanidad. El Espíritu Santo que se posó con amor generativo sobre María virgen, sigue engendrando hijos en la Iglesia por la predicación del evangelio y los sacramentos. La maternidad de María es obra permanente del Espíritu Santo sobre el cuerpo de Cristo, la Iglesia, y sobre toda la humanidad.
Esta maternidad se suele llamar espiritual, no porque sea algo volátil –como el aerosol, dice el Papa-, sino porque es obra del Espíritu que renueva la faz de la tierra. El Espíritu Santo, cuando actúa, crea y renueva, no camufla ni volatiliza. Así como Cristo tomó su carne y su sangre del cuerpo de María, así la Iglesia toma cuerpo visible en la historia y vida concreta de los hombres. Este es el realismo cristiano, enemigo de todo espiritualismo mágico y de todo devocionismo perturbador. María encarna el Evangelio en la cultura del pueblo, como lo hizo entre nosotros.
Antes del Concilio Vaticano II se privilegiaban los dones y atributos de María santísima y algunos desembocaron en definiciones dogmáticas, como la Inmaculada Concepción y su Gloriosa Asunción; por su parte, la piedad popular cultivaba sus virtudes domésticas: la humildad, el servicio, su misericordia, elogios verdaderos de gran provecho espiritual.
Sin embargo, la problemática moderna se encaminaba por otro sendero: la dignidad de la mujer, el feminismo, el predominio patriarcal; y en el terreno ecuménico el lugar correcto de su Madre en la historia de la salvación sin afectar la centralidad de Cristo. A esto el Concilio respondió ubicando a “La Santísima Virgen María, Madre de Dios, en el Misterio de Cristo y de la Iglesia” (LG 52-69). Este texto, integrado de resonancias bíblicas y patrísticas, abrió fecundos caminos al magisterio eclesiástico y a la vida eclesial. El Papa san Juan Pablo II los profundizó en su encíclica Redemtoris Mater, cuyo contenido bíblico y teológico todo ministro sagrado está obligado en conciencia a conocer y enseñar. El Papa Francisco ha incorporado el acontecimiento Guadalupano en el itinerario de fe de la Iglesia, a la cual María Santísima precede, acompaña y conduce por la fuerza del Espíritu, hasta la plenitud de Cristo.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 25 de julio de 2021 No. 1359