XXXI Domingo Tiempo Ordinario
Mc 12,28-34
Por P. Antonio Escobedo C.M.
¿Cuál es el mandamiento grande en la Ley? Ésta no era una pregunta extraña en el mundo judío. Los rabinos rutinariamente se hacían este tipo de preguntas el uno al otro y a sus discípulos en un intento sincero de profundizar en la Ley. El Antiguo Testamento tiene 613 mandamientos (248 preceptos y 365 prohibiciones). Ante este cúmulo de mandamientos es lógico que surgiese el deseo de saber qué era lo más importante.
Jesús respondió uniendo dos mandamientos. El primero es el Shema: “Escucha Israel…” (Dt 6,4-5). Los niños judíos memorizan estos versículos y el pueblo judío los repite todos los días de su vida como parte de su culto cotidiano. Las palabras del Shema son algo serio para los corazones judíos.
Tanto el Shema como Jesús simplemente piden amar a Dios sin calificaciones: con todo lo que tenemos y con todo lo que somos, con todo lo que constituye nuestro ser. Hay que notar que el mandamiento dice “tu Dios”. Esto añade una dimensión personal a la vida de fe. Lo que adoramos no es un gran poder abstracto, sino a nuestro Dios a quien Jesús mostrará como Padre: un Padre a quien pertenecemos, un Padre que actúa para salvarnos, un Padre que nos creó con todo su amor.
Jesús ha contestado la pregunta del intérprete de la ley. Si Jesús se hubiera detenido ahí seguramente no hubiera habido mayor problema, pero Jesús prefiere continuar y añade el segundo mandamiento: “amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19,18). Cuando dice que el segundo mandamiento es como el primero, está diciendo que están relacionados y tienen un peso similar. Durante siglos, muchos israelitas, igual que muchos cristianos, pensaron que a Dios se llega a través de actos de culto, peregrinaciones, ofrendas para el templo, sacrificios costosos… los profetas enseñaban que, para llegar a Dios, hay que ir primero al prójimo, preocuparse por los pobres y oprimidos, buscar una sociedad más justa. Dios y el prójimo son inseparables. Tampoco se puede decir que el amor a Dios es más importante que el amor al prójimo. Ambos preceptos, en la mentalidad de Jesús, están al mismo nivel, deben ir siempre unidos.
Finalmente Jesús dice que la ley y los profetas dependen de estos mandamientos. La imagen que viene a la mente es la de un gran y pesado bulto o costal que cuelga de dos pequeños clavos. Sin embargo, la imagen de una puerta colgando de un par de bisagras es más apropiada. Mientras ambas bisagras permanecen bien aseguradas y el marco también permanece recto, la puerta funcionará correctamente. Sin embargo, si estas bisagras se aflojan, la puerta se convertirá en un obstáculo más que en una entrada, y pronto se desprenderá de su marco completamente. La pérdida de una de las bisagras, por lo tanto, es equivalente a la pérdida de ambas bisagras y de la puerta misma.
El final sorprende porque Jesús le dice al letrado “no estás lejos del Reino de Dios”. En otras palabras, Jesús está afirmando que algo le faltó para entrar al Reino, pero ¿qué necesitaba? Veamos que este escriba se dirige a Jesús llamándole “maestro”. Aquí encontramos una falla lamentable porque no lo está reconociendo como Mesías ni como su Señor. Para esta persona Jesús se limita a ser un maestro. Error fatal el que cometió.
Nosotros, ¿vamos a entrar al Reino de Dios o nos quedaremos cerca de hacerlo? ¿Podemos amar al Señor con todo nuestro corazón, alma y mente, es decir, todo nuestro ser?