Por P. Fernando Pascual
Cuando llegamos a un lugar nuevo, o cuando tenemos un momento especial en la propia vida, es hermoso sentir cómo otros nos acogen, nos apoyan, nos permiten sentirnos casi en casa.
Si es bello ser acogidos, también lo es aprender a recibir a otros en la propia vida, hasta dejarles entrar en nuestro tiempo, incluso en nuestros planes personales.
No resulta fácil ser acogido o acoger cuando existen diferencias importantes en los modos de pensar o de vivir, o incluso prejuicios que obstaculizan una convivencia serena.
Pero si el corazón se abre al otro, si descubrimos en él a un hermano que comparte la misma naturaleza humana y existe gracias al mismo Amor de Dios, entonces la acogida empieza a resultar posible.
El Papa Francisco lo explica de diversas maneras en sus discursos y homilías, y de un modo más concreto en la encíclica publicada el año 2020 con el título “Fratelli tutti”. Allí podemos leer, por ejemplo, estas líneas:
“El amor nos pone finalmente en tensión hacia la comunión universal. Nadie madura ni alcanza su plenitud aislándose. Por su propia dinámica, el amor reclama una creciente apertura, mayor capacidad de acoger a otros, en una aventura nunca acabada que integra todas las periferias hacia un pleno sentido de pertenencia mutua. Jesús nos decía: Todos ustedes son hermanos (Mt 23,8)” (Fratelli tutti, n. 95).
Abrirnos desde el amor hace que encontremos tiempo y energías para que el otro sienta cómo su existencia resulta bella, cómo su historia entra en contacto con la nuestra, cómo construimos una fraternidad respetuosa y fecunda.
La belleza de la acogida surge, por lo tanto, desde un modo de pensar y de vivir que nos recuerda esa verdad tan maravillosa que nos comunicó Cristo: tenemos un Padre común en los cielos.
Desde esa verdad, y con la ayuda de la gracia, podemos vivir ya en la tierra como hermanos que caminan juntos hacia el encuentro eterno con Dios que es, necesitamos recordarlo siempre, Amor.
Imagen de Ria Sopala en Pixabay