Por P. Fernando Pascual
Hay diversos modos de hacer filosofía. En muchos de ellos se encuentran dos ingredientes que le dan un matiz característico.
El primero, quizá el más importante, consiste en el radicalismo de las preguntas y de las discusiones. El segundo, también de gran relieve, lleva a filosofar con otros.
El radicalismo de las preguntas obliga a muchos filósofos a un descontento y una búsqueda continua. No basta con responder a las preguntas básicas. Hay que justificar cada respuesta y “defenderla” ante nuevas preguntas.
Así, al preguntarnos, con Leibniz y con Heidegger, por qué existe el ser, por qué hay cosas, en vez de encontrarnos con la nada, no basta con responder de un modo o de otro: cada respuesta es vulnerable a nuevas preguntas.
Preguntar no significa cuestionarlo todo por el gusto de poner en dificultades cualquier propuesta. Ya Platón había notado el peligro de enseñar el arte de las discusiones filosóficas (dialéctica) a quien lo usa simplemente como juego para poner a otros en dificultades.
En cambio, preguntar correctamente, como filósofos bien orientados, implica reconocer que la realidad es mucho más grande que la mayoría de explicaciones que podamos dar sobre la misma, y que esas explicaciones están siempre sometidas a nuevos cuestionamientos.
El radicalismo de las preguntas y las discusiones desemboca, naturalmente, en el segundo ingrediente del filosofar humano: hacerlo en diálogo con otros.
Es cierto que muchas veces el filósofo profesional, o ese filósofo interior que nos caracteriza a todos, reflexiona y discute consigo mismo, en una especie de diálogo interior que ya había sido ilustrado por Platón.
Pero ese diálogo interior es, en buena parte, un reflejo de tantos diálogos exteriores, de tantas discusiones junto a otros, cuando nos cuestionamos si el mundo tenga sentido, si exista un Dios que garantice el triunfo del bien, si nuestras almas sean eternas, si lo justo valga para todos.
La casi totalidad de preguntas que afronta la filosofía surgen precisamente en ese encuentro cotidiano con otros, sobre todo cuando descubrimos perspectivas diferentes que no pueden ser simultáneamente verdaderas, y cuando queremos, seriamente, emprender un camino que nos acerque a cada uno de los interlocutores hacia una mejor comprensión de las cosas.
En ese sentido, conserva una sorprendente actualidad ese verbo griego que, según parece, habría inventado Aristóteles, y que se explica desde sus largos años en la Academia de Platón: “symphilosophein”, es decir, filosofar con otros, en compañía.
El filosofar con otros, desde luego, exige una disciplina, un esfuerzo para expresar de la mejor manera posible las propias ideas, y para comprender en su sentido más preciso lo que proponen nuestros interlocutores.
En un mundo donde abundan teorías y propuestas, algunas muy diferentes o incluso contrapuestas, un sano ejercicio de la filosofía ayudará no poco a mejorar nuestra comprensión acerca del mundo en que vivimos.
Ello será posible si mantenemos esa dimensión de búsqueda, a través de preguntas que han caracterizado a la filosofía de casi todos los autores; y si las formulamos en compañía, con quienes anhelan, como nosotros, encontrar buenas respuestas a los interrogantes que más nos interpelan como seres humanos.