Por Arturo Zárate Ruiz
Mi hijo de 23 años —no yo, un viejo— bromeó sobre el martirio de santa Cecilia. Dijo que consistió en torturarla con reggaetón y música de banda. Denunció así el mal gusto y la grosería que proliferan con altavoces en cada calle y a toda hora, aún peor, que muchos prefieran no degustar nada. Se repiten las estadísticas: en México casi nadie lee. No se interesan ni siquiera por los malos libros.
Esto último no me sorprende. Tras obligarme a sorberme en la escuela pública cuentos antirreligiosos como El Diosero de Rojas, frases crueles como el “Diles que no me maten” de Rulfo, y textos del absurdo con protagonistas suicidas como La Metamorfosis de Kafka, los cuales se me recomendaban como “la mejor literatura”, me pasma que en vez de pegarme un tiro conservase las ganas de leer.
Aun así, la solución al mal gusto y a ningún gusto del todo no es eliminar la educación artística, como al parecer ocurre ahora en las escuelas. La solución es ofrecer buena educación artística.
Propongo un elemento que no debe faltar en esta instrucción. No reducir a lo subjetivo la experiencia estética, sino acercar a los estudiantes a algunos elementos objetivos de la obra de arte, los cuales, al contemplarse, causan asombro por el orden y aun sabiduría que revelan.
Por ejemplo, el Partenón de Atenas parece sólo una superposición de cuadrados, rectángulos y triángulos. Sin embargo, los distintos vértices permiten trazar una espiral en que se repite una y otra vez la proporción áurea, la proporción perfecta. El Panteón de Roma no sólo es sólo bello sino genial. Los romanos sustituyeron los dinteles por arcos que sostienen una bóveda que no requiere de pilares para sostenerse, pilares que, una vez desechados, no estorbarían ya la convivencia de los cientos allí congregados.
El Hombre de Vitrubio es más que un dibujo de Da Vinci. Es una ilustración del maravilloso orden y proporción del ser humano en que se repiten una y otra vez las proporciones áureas de cada milímetro de nuestro cuerpo y se demuestra lo imposible, la cuadratura del círculo. No podemos sino pensar que nuestro Creador es el Artista.
A los estudiantes puede ayudárseles a descubrir que existe algo más que el ruido y la cacofonía. Con cantos sencillos como Martinillo apreciarán cómo varias melodías se superponen armónicamente en un entramado polifónico. Y con videos de la partitura Canon del Cangrejo, de Bach, en una cinta de Moebius puede mostrárseles la perfección matemática de una composición que, al revés y al derecho, hacia adelante o hacia atrás, melodías también superpuestas armónicamente, no tiene fin.
Los bailes tradicionales y colectivos no sólo son ritmos, también son deporte, coordinación grupal, expresión de las buenas maneras —también del buen humor—, ocasión para vestir de gala y narrativa del patrimonio cultural.
Sobre la literatura, haré dos recomendaciones. La primera es que los estudiantes lean sonetos y romances (o corridos). Los sonetos los recomiendo no tanto porque expresen sentimiento, sino por su estructura inferencial, como los de sor Juana. Además, no sería una tarea exagerada el pedirles a los estudiantes el escribirlos. Y no lo sería tampoco el escribir romances o corridos, tarea que les permitiría no sólo versificar sino dominar, en este caso, la estructura narrativa.
Otra recomendación literaria sería incluir lecturas bíblicas en las clases. Habrá oposición por el pretexto de la “educación laica”, pero entonces que los gobiernos expliquen por qué promueven “altares de muertos” de religiones prehispánicas.
Además, sobran lecturas que aun Gandhi, un hindú, celebró: el Sermón de la Montaña, la mejor pieza oratoria de todos los tiempos. Hay también textos sobre el amor esponsal, como los contenidos en el Cantar de los Cantares. Si se prefiere el “sin sentido”, ahí está uno bien logrado en el Eclesiastés, con su “vanidad de vanidades” y su “no hay nada nuevo bajo el sol”, y no hay mejor libro sobre el misterio del mal que el de Job. Está también esa colección de perlas de sabiduría, me refiero a los Proverbios. Hay narrativas por demás interesantes como las de Tobías y Jonás, algunas que inclusive podrían celebrarlas algunas feministas, como las de Ester y de Judit. En fin, el himno al amor, de san Pablo, en la Primera Epístola a los Corintios, deberíamos aprendérnoslo de memoria, himno al cual, por cierto, Zbigniew Preisner le puso música.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 12 de diciembre de 2021 No. 1379