Por Arturo Zárate Ruiz
Hace unos días leí que negar la culpabilidad y el pecado llevaría a negar la necesidad de Cristo y de su Redención. Y, ciertamente, si no he pecado, ¿para qué requiero un Salvador?
Desde hace muchos años también oí que el sentimiento de culpa es un “truco” de la Iglesia para manipular y mantener el control de sus fieles. Que infundirlo en nuestros ánimos sirve para asustarnos sobre un Infierno que no existe y así mantenernos sumisos a los dictados de clérigos corruptos. Quienes así hablan parecen no darse cuenta de la contradicción: tras negar la culpa de todos los hombres, afirman la culpa de algunos hombres, los católicos. ¡Órale!
En cualquier caso, son antiquísimas las pretensiones de inocencia. Pilatos se lavó las manos, y no hablemos de Adán, quien imputó a su mujer, y Eva, a la serpiente. Es más, el “yo no fui” lo han expresado no pocos pensadores famosos de manera muy persuasiva.
Platón, por ejemplo, consideró que el mal comportamiento de Calicles se debía a la ignorancia, es decir, no distinguía el bien del mal. De sí hacerlo, hubiera sido un angelito. Si desbarró, fue porque “no lo sabía”. No tuvo, pues, culpa.
Para algunos filósofos modernos, como Campbell, y aun Pascal en algunas de sus obras, quien no obra bien lo hace porque su cerebro está defectuoso y no entiende razones. Por tanto, su comportamiento no sería libre sino deficiente, como el de una máquina que perdió una tuerca, por lo que tampoco tendría culpa de su mal.
Ésa es la concepción mexicana de las prisiones. Dizque los reos no escogieron delinquir. No estaban adaptados a la sociedad de la manera adecuada. Por eso se les “readapta”, no castiga.
En este contexto, los funcionalistas proponen el relativismo: en una sociedad funciona una cosa, y en otras, otra. De tal modo que ni siquiera hay desadaptados, sino personas que “no funcionan” por encontrarse en la sociedad equivocada: un narco es “malo” porque una sociedad lo considera disfuncional, mientras que entre narcos sería héroe por funcionar de maravilla.
El “ilustrado” Rousseau proclamaría que todos los hombres nacemos buenos. Si al final se nos considera “malos” es por la sociedad que nos deforma o porque así lo piensa el grupo “intolerante” en que estamos inscritos.
Ahora bien, muchos protestantes defienden una curiosa noción de culpa, que no puede ser culpa, pues niegan la libertad del hombre. En De servo arbitrio, Lutero afirmó que el hombre está tan echado a perder que no puede, no es libre de elegir el bien.
Esta negación de la libertad también la ofrecen muchos materialistas como el “liberal” Bertrand Russell, quien consideraba ésta como una ilusión pues, según él, no somos más que el resultado de posiciones accidentales de átomos, no el resultado de nuestras decisiones razonadas y libres.
En cualquiera de todos estos casos, el hombre es incapaz de escoger el bien o el mal ya por ignorancia, ya por tonto, ya por vivir en la sociedad incorrecta, ya por no ser libre. Por tanto, no es culpable de nada.
Es curioso que no pocas personas prefieran, así, negar su capacidad racional o su libertad que el reconocerse responsables de sus actos, salvo si hablan, no de sí mismos, sino de los católicos, a quienes, como he dicho, sí nos culpan al menos de infundir sentimientos de culpabilidad.
Bueno, también culpan a muchas otras personas de todo aquello que les indigne, que se dan quienes se enfurecen porque no sacamos a nuestra tortuga a pasear diariamente “como se debe”, y nos denunciarán ante un tribunal para que nos castiguen duro, nada de “readaptación”.
En fin, deberían percatarse que cualquier indignación suya sólo tendría sentido si hay responsabilidad, si hay culpa, en quien es motivo de su indignación. Que aun de Hitler, tras matar millones de judíos, no tendría lugar el indignarse si él no sabía lo que hacía ni tenía libertad de escoger, es decir, si no era responsable de sus actos ni por tanto era culpable de nada.
Pero nos indignamos muy correctamente porque sí lo fue.
Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 22 de enero de 2023 No. 1437