Por Arturo Zárate Ruiz

Dudar de la virginidad de María es dudar de la omnipotencia de Dios. Dudar de la castidad de José es dudar además de las potencias del hombre. Digo esto porque dudas como la última nos hacen perder no sólo la fe en Dios, también la confianza en el hombre.

Entre los protestantes, no hablemos de los ateos, es normal negar la virginidad de María. Los primeros lo hacen por leer tontamente las Escrituras. Que Jesús tuvo hermanos, según leen la Biblia. Pero se les olvida que en arameo como en muchas otras lenguas decir hermano es como decir “bro” entre los afroamericanos, o “cuate” entre los mexicanos, o “hermanitas” entre las monjas, o “hermanos”, los frailes; “hermanos” incluso todos nosotros por ser hijos de un mismo Padre. Los ateos niegan la virginidad de María —no necesitamos pensarlo mucho— porque niegan previamente la existencia de Dios. En cierto modo, también lo hacen los protestantes. Con su prejuicio de que “adoramos” a María, prefieren negar el poder de Dios mismo según lo proclama Nuestra Señora cuando dice “el Poderoso ha hecho en mí maravillas”. Es a Dios a quien alabamos finalmente cuando reconocemos la virginidad perpetua de María.

El caso de la negación de la castidad de san José es, me parece, más complejo. Ciertamente niega el poder de Dios en la medida que toda bondad que gozamos proviene de Él. Pero niega además la capacidad de José, y de todo hombre, de enseñorearse de su cuerpo.

No hablemos de los protestantes, entre cristianos cismáticos y aun no pocos católicos, san José estuvo casado anteriormente y por eso lo de los “hermanos” de Jesús. O, al menos, se desposó muy muy viejo ya con la Virgen, por lo cual no pudo tener entonces impulsos viriles que pusieran en peligro la virginidad de María. He allí muchas imágenes o íconos de san José más viejo que Matusalén. De haber sido él joven entonces —presupone esta forma de pensar—, no podría haberse mantenido casto, ¡imposible!

Mi punto es que creerlo así no sólo niega el poder de Dios, también el poder de todo hombre. Implica particularmente que ningún varón joven puede ser casto (no hablo sólo del celibato, como es el caso de José). Es más, conlleva que a nadie le es posible cumplir el 6º Mandamiento, pues no está dentro de sus capacidades el “aguantarse”, el asumir el control de su cuerpo para donarlo del todo en el matrimonio, o, en caso de vocación religiosa, donarse entero a Dios. El Señor no puede mandarnos —dirían quienes niegan el autodominio— nada que no podamos cumplir. Por tanto, no pecaríamos si cedemos a los “reclamos de la carne”.

Tal vez ellos acepten que, quizás, san José y otros santos varones sí fueron castos por recibir gracias especiales de Dios. Pero aun entre no cristianos no sólo la castidad sino también el celibato se han practicado con éxito. En Roma antigua lo hacían algunas mujeres, las vestales, consagradas al fuego y a los hogares. Su virginidad no sólo era un tributo a los dioses romanos, también un ejemplo de castidad a todas las matronas cuya conducta intachable era crucial para la estabilidad familiar. Los budistas también practican el celibato. Por un lado, lo hacen sus monjes, como una vía de renuncias para alcanzar un estado de iluminación. Por otro lado, muchos practicantes de artes marciales orientales, como el kung fu o el karate, hacen del celibato algo afirmativo: lo requieren para adquirir autodominio, control de sus cuerpos, algo necesarísimo en el combate.

La castidad nos es posible a todos los hombres, y aun el celibato de ser llamados al sacerdocio. Y es así porque nuestra capacidad de autodominio la poseemos aun antes de recibir las gracias santificantes de Dios (aunque éstas ayuden mucho).

Negar la castidad y el celibato es negar el autodominio y, con ello, no sólo la posibilidad de vínculos familiares estables, no sólo la posibilidad aun de vínculos sociales fuertes fincados en familias sólidas, sino inclusive la más mínima posibilidad de todo hombre de asumir retos en su vida. Si uno no puede controlar su cuerpo, ninguna cosa podrá más en su vida. De hecho, decir “no puedo” se traduce en un “no soy hombre”. San José sí lo es.

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 19 de marzo de 2023 No. 1445

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