Por Arturo Zárate Ruiz

Un eufemismo sirve para referirse a algo con rodeos, con exagerada mesura o minimizándolo para evitar así lo penoso, grosero o malsonante, como describir a un gordo como no esbelto, o a una vieja como no una niña.  Es bienvenido por su apropiada amabilidad.

Sin embargo, los eufemismos a veces devienen en gazmoñería, por ejemplo, referirnos a quien perdió las dos piernas como sujeto con capacidades diferentes. De ser mi caso, preferiría que me caracterizaran como sujeto con importantes capacidades motoras perdidas, pero tanta palabra sería un crimen contra la brevedad, por lo que mejor pediría que me dijesen cojísimo.  Ocurre que los eufemismos se convierten entonces en una fórmula para alardear de un respeto que, me parece, del todo falso, por ejemplo, llamar sexoservidora a una prostituta.

Es más, el eufemismo, o cualquier otra figura de palabras, es más grosero que la grosería misma si con ello se busca mentir, disimular u ocultar lo perverso, por ejemplo, llamar, como los nazis, solución final a la matanza de judíos, o presentar el aborto como interrupción del embarazo, ¡qué digo!, como derecho reproductivo, tal como lo venden, y con reprensible éxito, los de la corrección política actual.

En fin, hoy es muy común usar eufemismos para minimizar o inclusive negar la maldad y el pecado personales.  Que fue sólo un error, una equivocación, una debilidad, las circunstancias sociales, los pecados estructurales, la injusticia imperante, la opresión de los poderosos, la manipulación de los medios, etc.

Ciertamente, hay casos en que la ignorancia exculpa.  No sería usted responsable del niño ahogado en la alberca cuando usted tampoco sabía nadar ni estaba obligado a aprender a hacerlo.  Es cierto, también, que no tiene que culparse muy personalmente de las condiciones de pobreza e injusticia que imperan en México; son producto de dinámicas sociales y políticas que están más allá del control de usted.  Tampoco debe usted culparse de emociones, tentaciones y pensamientos, aun los perversos —digamos, ¡que se le atore a su suegra ese hueso en el pescuezo!—, si contra sus deseos y su voluntad brotan éstos de repente en su mente.  Pero, le aseguro que su suegra no se tragará eso de “¡fue un momento de locura!” si lo pilla en flagrancia poniéndole el cuerno a su esposa con la vecina.  Es más, de pillarlo su misma madre, le daría a usted de chanclazos a diestra y siniestra, y muy merecidos.

Mi punto es recomendar que no nos andemos con eufemismos a la hora de reconocernos pecadores ante Dios.  ¿Qué sentido tiene llamar a Jesús nuestro Salvador si no nos salva de nada? ¿Qué sentido tiene su muerte en la Cruz si no se entrega por nuestros pecados? ¿Qué sentido tiene su llamado a nuestro arrepentimiento y nuestra conversión si no tenemos por qué retractarnos de ningún modo?

Mejor exclamemos como el rey David, aun por un pecadillo:

«¡Ten piedad de mí, oh Dios, por tu bondad, por tu gran compasión, borra mis faltas!
¡Lávame totalmente de mi culpa y purifícame de mi pecado!
Porque yo reconozco mis faltas y mi pecado está siempre ante mí.
Contra ti, contra ti solo pequé e hice lo que es malo a tus ojos.
Por eso, será justa tu sentencia y tu juicio será irreprochable.
Yo soy culpable desde que nací; pecador me concibió mi madre».

Si nos es difícil creer que somos pecadores desde que nos concibió nuestra madre, debemos recordar la doctrina del pecado original, parte de nuestra fe.  El Catecismo lo señala: «Por su pecado, Adán, en cuanto primer hombre, perdió la santidad y la justicia originales que había recibido de Dios no solamente para él, sino para todos los humanos».  Y agrega: «Como consecuencia del pecado original, la naturaleza humana quedó debilitada en sus fuerzas, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al dominio de la muerte, e inclinada al pecado (inclinación llamada “concupiscencia”)».

Es Jesucristo quien con su muerte y resurrección nos restauró en la gracia, es más, nos hace participes de su vida divina.

En fin, si nuestra preocupación son los graves desórdenes sociales, ¿cómo corregirlos si no nos corregimos primero, con la ayuda de Dios, nosotros mismos?

 

Publicado en la edición semanal impresa de El Observador del 30 de julio de 2023 No. 1464

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