Por P. Fernando Pascual
El tren llega al horario previsto. Las puertas se abren. Hay una limpieza aceptable en los asientos. Todo parece funcionar según lo previsto.
Ciertamente, hay muchas cosas que no funcionan: retrasos, desperfectos, desórdenes, suciedad.
Pero cuando constatamos que las cosas funcionan, podemos darnos cuenta de que ello es posible gracias a personas concretas.
Porque la programación de los horarios, el mantenimiento de las vías, el flujo de corriente eléctrica, la eficiencia de los mecanismos para abrir y cerrar puertas, son obra y resultado de hombres y mujeres con nombres y apellidos.
Tanto en el mundo sencillo de la vida rural como en lo complejo de las ciudades cosmopolitas, las cosas funcionan cuando cada uno adquiere competencia respecto de un asunto concreto y la lleva adelante con profesionalidad.
Lo anterior se aplica perfectamente a uno mismo: de mí depende que en casa la nevera esté limpia, que en el trabajo los papeles conserven un orden aceptable, que lleguen a tiempo los paquetes a sus destinatarios.
Cada ser humano desarrolla su propia vida desde los beneficios que recibe por miles de cosas que funcionan en la casa, en la calle, en los campos, en las fábricas y en las oficinas.
Al mismo tiempo, cada ser humano está llamado a colaborar, con su pequeña o gran contribución, para que la familia, el barrio, la ciudad, el Estado, incluso el planeta, puedan seguir adelante de la mejor manera posible.
No siempre las cosas saldrán a la perfección: errores e imprevistos asoman continuamente en el camino. Incluso constatamos, con pena, que hay acciones malignas debidas a egoístas sin escrúpulos.
Pero por encima de los sobresaltos que ocasionaron el retraso de un tren o el frío que sentimos porque un vándalo rompió la ventana de un vagón, constatamos con satisfacción y provecho tantas miles y miles de cosas que funcionan gracias a quienes cumplen con destreza aquellas tareas con las que sirven diariamente a los demás.