Por P. Fernando Pascual

Bajamos a la estación de metro. Cientos de personas entran, salen, corren, esperan, miran sus celulares o leen libros.

Mientras camino por el andén, me cruzo con esa multitud de personas que, como yo, tienen deseos, buscan alcanzar metas concretas, aspiran a mejoras en sus vidas.

Unos van al trabajo. Tienen prisa: quieren llegar a tiempo para evitar reproches.

Otros tienen cita con el médico o con un funcionario de la administración pública.

Otros esperan encontrarse con familiares para hablar, sin prisas, de lo mucho que comparten.

Hay quienes simplemente regresan a casa, tras haber realizado lo que se habían propuesto para esa jornada.

¿Qué llevan en sus corazones? ¿Cómo se sienten ante la vida que les ha tocado en suerte? ¿Cuáles son sus alegrías y sus penas, sus miedos y sus esperanzas?

No podemos responder: muchos tienen una mirada perdida, casi como si desearan ser respetados en su intimidad.

De todos modos, alguno observa a los demás, entre curioso e interesado, como si pretendiera entrar en los corazones ajenos, como si fuera posible distinguir entre quienes tienen buenas intenciones y quienes maquinan proyectos dañinos.

Aunque no nos demos cuenta, todos estamos ahí porque Dios nos dio la existencia, y porque ese Dios nos invita a recorrer juntos caminos de verdad, justicia y amor.

El tren llega. Un movimiento colectivo se nota en todas partes. Se abren las puertas: unos salen, otros entran.

Estuvimos juntos por unos minutos. Tareas diferentes nos separan. Pero, aunque ahora nos alejamos, en el fondo estamos unidos gracias al Amor de un Dios que es nuestro Padre de los cielos…

Imagen de Eduardo Davad en Pixabay

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